Al igual que ya hemos visto que en Sumeria las mujeres tenían reconocidos ciertos derechos que tardaron en recuperarse varios siglos, como la primera celebración el primer Día de la Mujer hace más de 40 siglos, en 1236 en el continente africano, concretamente en Mali, se aprobó la Carta del Manden, la Carta Magna del Imperio de Mali y una de las constituciones más antiguas del mundo. Consta de un preámbulo y 44 artículos divididos en siete capítulos en los que se proclaman la paz social en la diversidad, la inviolabilidad del ser humano y la igualdad de sexos, la educación de las personas, la integridad de la patria, la seguridad alimentaria, la abolición de la esclavitud y la libertad de expresión y comercio. ¡Y estamos hablando del siglo XIII! Lamentablemente, aquella Carta Magna, demasiada adelantada a su tiempo, quedó tan olvidaba como la tierra que la vio nacer.

Si nos fijamos en el capítulo de la “inviolabilidad del ser humano y la igualdad de sexos”, apenas se volvería a hablar de ello hasta el 26 de agosto de 1789, cuando se promulgó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que venía a recoger y desarrollar el lema de la Revolución francesa (Liberté, égalité, fraternité) y que, posteriormente, inspiraría otros textos como la Declaración Universal de los Derechos Humanos (10 de diciembre de 1948). Dos años después, Olimpia de Gouges redactaría la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, donde se proponía la emancipación femenina en el sentido de la igualdad de derechos o la equiparación jurídica y legal de las mujeres en relación a los hombres. Desde aquel momento, como la llama que prende una mecha, muchas mujeres emprendieron la lucha por la plena igualdad de derechos: la escritora inglesa Mary Wollstonecraft (“Vindicación de los derechos de la mujer”, 1792); la francesa de ascendencia peruana Flora Tristán, que en 1840 inició una campaña a favor de la emancipación de la mujer y los derechos de los trabajadores (“Proletarios del mundo, uníos”); la activista política británica Emmiline Pankhurst, fundadora en 1903 de la Unión Social y Política de las Mujeres para luchar, entre otras muchas cosas, por el sufragio femenino; y otras muchas a las que podemos poner nombre y apellidos como Simone de Beauvoir, Concepción Arenal, Emma Goldmann, Virginia Wolf, Clara Campoamor… Y a pesar de que la lucha de estas mujeres tuvo un papel decisivo, fueron las consecuencias de la Primera Guerra Mundial las que hicieron a muchas mujeres anónimas plantearse que ellas mismas podían dirigir sus vidas.

Aunque hay múltiples ejemplos de mujeres que tomaron las armas en los conflictos bélicos, ya fuese por iniciativa propia o por necesidad, la realidad es que el papel de la mujer en el frente quedaba casi limitado a labores de asistencia médica e intendencia. Y digo en el frente, porque en los países de origen de los soldados la historia era bien distinta. El masivo reclutamiento de hombres para luchar en la Primera Guerra Mundial, obligó a que fuesen las mujeres las que ocupasen los puestos de trabajo vacantes en las fábricas, en el campo, en la Administración… Y para sorpresa de muchos, el mundo siguió girando, las fabricas produciendo, los campos dando sus frutos…

¡Estaban tan capacitadas como los hombres!

Terminada la contienda, los hombres que sobrevivieron a la Gran Guerra regresaron a sus hogares y se toparon con una realidad desconocida hasta ahora: una nueva generación de jóvenes liberadas que se habían acostumbrado a disponer de su propio dinero y que rehusaban ocupar el papel de amas de casa. La lucha por la igualdad había calado en la sociedad… y ya nadie podría pararla.