En algún momento de nuestras vidas todos somos prerrafaelitas. Sin sospecharlo imitamos ese mismo tópico de boba adoración hacia la belleza lánguida y arcaica que emana de los cuadros de los artistas, un tanto excéntricos, que alteraron la Inglaterra victoriana. Deliberadamente místicos, medievales, soñadores. Aquella Hermandad de pintores y poetas que apenas duró cinco años a mediados del siglo XIX ha tenido, a pesar del desdén de la Academia, una influencia abrumadora en la cultura popular. Los prerrafaelitas fueron tipos singulares, modernos y puros a los que el arte clásico ya no emocionaba. Su obsesión, gracias a una fe inquebrantable en lo primitivo, era volver a la naturaleza incorrupta anterior a la visión del mundo de Rafael, el enorme pintor italiano del Renacimiento. Paradójicamente, su deseo de fidelidad a un locus amoenus primario, de rescatar el amor físico de las tablas religiosas del medievo, les condenó a un artificio excesivo, a una sublimación de lo bello que acabaría volviéndose siniestro.

Ophelia (1852) – John Everett Millais (fundador de la Hermandad). Modelo Lizzie Siddal

Dante Gabriel Rossetti (1828 – 1882) fue el representante más venerable de esa saga de artistas corruptos por lo incorrupto, envenenados de simbolismo, tibios adoradores de la lividez. Por su excentricidad en mundo de convencionalismos previsibles, su arte es hoy de lo mas reconocible para nosotros, ciudadanos del siglo XXI. Internet está lleno reproducciones y versiones de sus retratos de mujer (siempre mujeres previa y trágicamente amadas) y también de traducciones de sus poemas.

Autorretrato (1847)

Imaginad, no es complicado, la era victoriana: odios de clase, revolución industrial, desigualdad sangrante, costumbres artificiosas destinadas única y exclusivamente a dividir el mundo entre aristócratas y obreros, campesinos y alta burguesía. El (buen) gusto como la manera más directa y cruel de distinguir entre ricos y pobres. En ese mundo de morales dobles y hasta triples se desarrolló la carrera artística de un hijo de inmigrantes italianos culto y soñador. Rossetti estaba condenado, por nombre, a ser artista. Y el arte le correspondió.

Escribió el gran historiador de arte Ernst Gombrich que Rossetti fue algo más que un simple romántico. Envolvía su vida y su pintura (y sus poemas) en sueño. Y sus musas no representaban, como las del poeta homónimo, visiones beatíficas, sino “un erotismo cargado de condenación con el que traicionar el sofocante enclaustramiento de la estética victoriana”. A Rossetti nunca le importó la anatomía ni la perspectiva. Tampoco le importó robarle las novias a sus amigos artistas, caso de William Morris, o descender a la tumba de su amada a desenredar poemas de sus cabellos para luego publicarlos.

Sí. Dante Gabriel Rossetti, visionario cuyas facultades mentales nunca estuvieron del todo bien alineadas, que intentó suicidarse un par de veces ingiriendo botella tras botella de láudano (fúnebre moda de la época, como hoy los son los selfies o las drogas de diseño), llegó en un momento de severa enajenación a revolver en la tumba de una de sus grandes musas, Lizzie Siddal, una joven de clase obrera especialmente bella y especialmente enfermiza. Un diamante en bruto para los ojos tiernos de los prerrafaelitas.

Beata Beatrix (1864-1870) – Rossetti. Modelo Lizzie Siddal

Siddal unió a la tuberculosis la pasión (también) por el láudano y una vida desgraciada. Un cóctel que, junto al poco caso que al parecer le hacía Rossetti —con excepción del tiempo que le dedicaba en sus retratos y en la cama—, la inclinaron al suicidio. Rossetti, martirizado por la culpa, enterró junto a su cuerpo la mayoría de los poemas que escribió en vida de su amada. Pero años después, cuando la pena remitió surgió el arrepentimiento. Obtuvo permiso oficial para exhumar el cuerpo y rescatar de las garras de la muerte (bueno, literalmente del pelo) los poemas que compondrían su primer poemario publicado en 1870. El libro, por descontado, fue un éxito.

Rossetti vivió hasta su muerte en una señorial casa de estilo Tudor. Acorde con su nivel de evasión del reino de la realidad (ese sueño interrumpido del arte) convirtió el jardín de la mansión en un exótico zoológico. Sobre la hierba siempre verde —igual de intensamente verde que en sus cuadros— campaban a sus anchas desde un cebú hasta un canguro o un toro blanco, del que al parecer el pintor se prendó por tener la misma mirada —bovina, se supone— que una de sus amantes (Jane Morris). Sí le debió de pegar fuerte el simbolismo.

Proserpine (1874) – Rossetti. Modelo Jane Morris

Colaboración de Nacho Segurado

Fuentes: Historia del Arte – Ernst Gombrich, Vidas secretas de grandes artistas – Elisabeth Lunday, Romanticismo y arte – William Vaugham