El 17 de enero de 1998 está marcado de forma indeleble en la historia de Norteamérica como el día en el que, por vez primera, un presidente estadounidense en ejercicio prestaba declaración ante un tribunal, como acusado o imputado. Todo había empezado con la denuncia contra el máximo mandatario Bill Clinton por parte de Paula Jones, pero el escándalo inicial se vio muy pronto solapado y largamente superado por la eclosión de otra peripecia igualmente relacionada con el presidente y en la que la protagonista era Monica Lewinsky. En el primer caso, Jones argumentaba una petición no satisfecha de felación, pero en el segundo, no una sino varias felaciones le fueron realizadas con pleno consentimiento e incluso se apuntaba en ellas un matiz terapéutico.

La felación como terapia salutífera

Lewinsky, en sus declaraciones al fiscal y acusador independiente Kenneth Winston, afirmaba que normalmente dedicaba a Clinton su favor sexual oral en un recibidor sin ventanas del estudio privado del Despacho Oval mientras que el presidente se mantenía apoyado en la puerta del cuarto de baño, porque, según la declarante, esto le aliviaba el dolor de espalda. Esta primera aproximación no es baladí y procura una dimensión aledaña pero sin duda significativa a la mera satisfacción sexual que en este caso concreto pudiera procurar la felación en sí misma.
El dolor de espalda aparece como un mecanismo neurológico, en general de origen desconocido, que produce dolor, inflamación y contractura muscular, y se estima que cada año es dolencia que sufre entre el 15% y el 20% de la población norteamericana. De hecho, los datos que aportan los Institutos Nacionales de Salud (NIH), indican que el dolor de espalda es la causa más común (después del resfriado) por la que los adultos menores de 45 años faltan a su trabajo, y el coste total de esta dolencia se estima alcanza los veinticinco mil millones de dólares anuales. Teniendo en cuenta tanto lo potencialmente invalidante del problema, como la circunstancia de que éste suele tratarse con medicamentos antiinflamatorios y relajantes musculares con importantes efectos secundarios, y el hecho cierto de que las felaciones de Lewinski al alto mandatario norteamericano se prolongaron durante un tiempo estimable, no sería aventurado deducir que los encuentros le proporcionaron a éste un confort y una calidad de vida de la que con toda probabilidad se vio beneficiada toda la ciudadanía del país en cuya bandera ondean barras y estrellas.

De las cosas del comer

En la época en que Monica Levinsky se comía lo que se comía en la sala oval de la Casa Blanca, el “comido” William «Bill» Jefferson Clinton era un adicto a las enchiladas de pollo (con mucho su plato favorito), a los tacos mexicanos, a las costillas de cerdo a la parrilla (en raciones de media docena al decir de uno de los cocineros que entonces le servían), a las hamburguesas con queso y jalapeño, al filete italiano marinado en aderezo, a la cazuela de patata dulce, al pastel de limón al estilo clásico sureño, y al pastel de albaricoque. Su esposa, Hillary Clinton, a quien Bill solía llamar cold fish, pescado frío, y no por su gusto por los animales marinos sino por su escasa adicción a los placeres de Venus que él tenía en tan grande estima, resumía así el modelo de dieta presidencial: “A mi esposo le encanta comer y disfrutar de la comida, pero, desgraciadamente, lo que le gusta comer no siempre es bueno para su salud”. En cuanto a lo que le gustaba que le comieran, naturalmente, ni una palabra, que esos no son asuntos en los que deba entrar una Primera Dama.

Tras el escándalo monumental que supuso el conocimiento público del uso presidencial de cigarros puros con lubricado vaginal y otros pormenores escabrosos que vieron la luz gracias o desgracias a la rijosa investigación de un fiscal tontolaba y reprimido sexual de manual psiquiátrico, un tal Kenneth Star, las vidas de Presidente y becaria sufrieron un vuelco total en todos los sentidos, incluido el dietético, culinario y gastronómico.

Monica, contrita y con su vestido azul maculado por fluido seminal del chico de Arkansas, concedió una entrevista a la televisión que vieron 70 millones de norteamericanos, y luego publicó un libro que durante semanas encabezó la lista de los más vendidos en el ranking del diario The New York Times y en el que, entre otras cosas detallaba los episodios de bulimia por los que había atravesado, procurándole una imagen de tocino fino de la que intentaba desprenderse a toda costa.

Por su parte, Bill, más corrido, mejorando lo presente, que una mona, seguía cenando puntualmente y cada tarde con Hillary, quien hecha un obelisco tipo Washington Monument, pero aguantando el tipo como una campeona, ordenaba sistemáticamente al servicio de mesa platillos de pescado a la plancha con verduritas, lo cual no era óbice, valladar ni cortapisa para que al menor descuido de la Dama William Jefferson se embaulara un filetón con su buena salsa y su abundante ración de crujientes aros de cebolla. Y así fueron pasando los días y sus afanes hasta que en 2001 concluyó su segundo y por ende definitivo mandato presidencial.

Superado el impeachment y con un índice de popularidad en niveles aeroespaciales, Bill dejó la residencia sita en el 1600 de Pennsylvania Avenue, Washington D.C. sorprendiendo a propios y extraños con la edición de un libro coquinario, The Clinton Presidential Center Cookbook: a collection of recipes for family and friends, que en sus 264 páginas brindaba un jugoso repertorio de más de 250 recetas, entre las que se podían encontrar los platos preferidos y los secretos de cocina de personajes como Muhammad Ali, Bono, Whoopi Goldberg, Quincy Jones, Bruce Lee, Sofía Loren, Barbara Streisand o Elizabeth Taylor, incluyendo al propio Bill que presentaba una personalísima fórmula culinaria de enchiladas mexicanas de pollo. El libro, que solo se podía adquirir por internet, tenía por objeto, además de instruir deleitando, recaudar fondos para la fundación de la biblioteca presidencial Bill Clinton y para la lucha contra el sida. Fue un éxito rotundo de ventas.

Así las cosas, Bill empezó una nueva vida de conferenciante a precio de platino-iridio y un periplo de viajes a lo Capitán Tan por todo lo largo y ancho de este mundo, mientras que Hillary emprendía una novedosa carrera política en el seno del Partido Demócrata con el objetivo de retornar, más pronto que tarde, a la Casa que ha poco habían abandonado, pero está vez con el ordeno y mando sobre el despacho oval y dependencias aledañas.

De fastfoodista a vegano

Pero resultó ser que en lo más crudo de la batalla entre Hillary y Obama por la nominación a candidato presidencial, Bill empezó a tener problemas de salud cardiovascular al tiempo que ganaba peso a ojos vistas. Sus médicos le aconsejaron que diera un giro radical a sus dieta, eliminando en lo posible las grasas saturadas, los lácteos y la comida preparada. El ex presidente y ex amante del fast food y la parrilla pringosa, se tomó las prescripciones tan en serio que en nada se había convertido en un vegetariano estricto, casi vegano. Actualmente come frutas, verduras y legumbres, ha eliminado por completo la carne roja y los lácteos, y de cuando en cuando se permite algo de carnes blancas y pescado a la plancha.

Durante una entrevista en televisión explicó: “Como por lo general comida vegetariana. Todas las mañanas tomo suplementos de proteínas. Tomo leche de almendra mezclada con frutas y proteínas en polvo, de modo que desde la mañana recibo las proteínas necesarias para todo el día”. Además de mejorar su salud general, la meta particular de Bill era llegar con un tipín envidiable a la boda de su adorada hija Chelsea, Lo logró. Cuando el 31 de julio del 2010 la niña le dio el “Sí, quiero” a Marc Mezvinsky, papá había perdido casi veinte kilos y lucía más bonito que un san Luis. Además, con aquella imagen y con sus declaraciones se había ganado el favor de los militantes por un trato ético con los animales quienes le declararon “Hombre del año”, por su: “… uso de influencia, carisma y elocuencia para promover la dieta vegetariana”.

Animado por los éxitos, perseveró a aún sigue en el empeño, de lo que dan fe sus allegados y amigos. Uno de ellos, Joe Conason, prestigioso periodista estadounidenses y editor del semanario político The National Memo relataba así un almuerzo al que fue invitado por Bill Clinton en mayo de 2013 y en un local privado con vista al concurrido Rockefeller Center en Manhattan: “El expresidente es actualmente un devoto vegano, es decir que no consume carne, pescado ni productos lácteos y ha mantenido una forma de vida más saludable por más de tres años. A pesar de haber imaginado que el menú de nuestro almuerzo podría ser insulso, ese sería un precio más que razonable por un tiempo a solas con un líder mundial que de insulso no tiene nada (… ) quedo sorprendido por un abanico deslumbrante de una docena de platos deliciosos que incluían: coliflor al horno con tomates cherry, quinoa con especias y hierbas con cebollines, remolachas ralladas con vinagreta, humus con ajo con bastones de vegetales crudos, ensalada de judías verdes al estilo asiático, una variedad de frutos secos tostados, platos con rodajas de melón y fresas y deliciosos frijoles mezclados con cebollas en aceite de oliva extravirgen (…) Mientras miro embobado, él sonríe. «Esto luce muy bien, ¿no?» pregunta Clinton. Se ve muy bien. Nos sentamos y con mucho placer empezamos a pasarnos los platos. Su preferido fue la quinoa; a mí me encantó el coliflor al horno y las judías verdes; y a los dos nos gustaron los frijoles”..

A así estamos.