Más allá de algún que otro chiste y aquella frase de madre…

Lleva siempre calzoncillos limpios, nunca se sabe lo que puede pasar

Parece que los calzoncillos no tienen mucho más recorrido y pocas historias pueden tenerlos de protagonistas. Pero, como las meigas, «haberlas haylas». Empezaremos por su curioso origen etimológico. Del verbo latino calcare (apretar con el pie, pisar) tenemos caligae, sandalias, y calceus, la prenda de vestir que se ajustaba al pie cubriéndolo -como nuestro zapato-, y del que deriva nuestro calzado. Cuando los romanos adoptaron de los pueblos germánicos el uso de lo que hoy llamaríamos pantalones, los denominaron calcea (calzas). Durante la Edad Media, las calzas se fueron llevando cada vez más largas, hasta cubrir desde los pies hasta la cintura. Ya en el siglo XVI esta prenda se dividió en dos partes, la superior, que cubría el abdomen y parte de los muslos, recibió en castellano el nombre de calzas o calzones (hoy, menguado su tamaño, los llamamos calzoncillos); la parte inferior se llamó calcetas o medias calzas. Las calcetas han ido reduciendo su tamaño hasta los actuales calcetines, que apenas llegan a la pantorrilla; las medias calzas, en cambio, abreviado ya su nombre a medias y restringido su uso a las mujeres, siguen cubriendo por encima de la rodilla.

Y una vez determinado su origen, vayamos con su protagonismo en la historia.

Calzoncillos disidentes

El Ministerio para la Seguridad del Estado, más conocido como Stasi, era el órgano de inteligencia de la República Democrática Alemana (RDA). Con sede en Berlín Oriental, operó desde el 8 de febrero de 1950 hasta finales de 1989. Con un complejo sistema de informadores infiltrados en la sociedad alemana y un sistema brutalmente represivo, incluyendo ejecuciones secretas, controló cualquier conato de disidencia en la RDA. Toda las comunicaciones, tanto interiores como con el exterior, eran controladas por los miembros de la Stasi, llegando a interceptar hasta 20.000 llamadas telefónicas a la vez o leer 2.300 telegramas al día.

Con la caída del Muro de Berlín y la posterior reunificación alemana se encontraron miles de expedientes en los archivos de la Stasi que puestos uno encima de otro podrían alcanzar una altura de 112 Km sin contar, lógicamente, todos los que se destruyeron en su momento. Incluso el jefe del Partido Comunista de la RDA, Erich Honecker, tenía el suyo. También se localizaron parte de los archivos de los informadores/colaboradores entre los que aparecían más de 10.000 menores de 18 años. Una de las mayores sorpresas, en esta búsqueda de los vestigios del espionaje, fue una colección de frascos de vidrio cerrados herméticamente y con pegatinas identificativas con el nombre, edad, domicilio y demás datos personales de los propietarios del contenido de los frascos… ropa interior y otros tejidos.

Frascos Stasi

Para tener localizados a todos los disidentes, o como mínimo sospechosos, la Stasi recolectó su ropa interior, normalmente robándola de los propios domicilios. Así, si el disidente en cuestión se escabullía de la vigilancia, podía rastrearse su paradero dándoles a los perros las prendas para que pudiesen seguir su olor. Supongo que el hecho de elegir la ropa interior sería por la intensidad del olor y que las sustracciones de prendas se harían directamente del cesto de la ropa sucia. Algunos de los frascos están ahora en exhibición en el museo de la Stasi en Berlín.

Calzoncillos olímpicos

Los Juegos Olímpicos, el acontecimiento deportivo por excelencia, se han utilizado en demasiadas ocasiones como una vía alternativa para conseguir otros objetivos completamente extradeportivos: Hitler aprovechó los de Berlín de 1936 como medio propagandístico y de supremacía de la raza aria; Estados Unidos hizo boicot a los de Moscú de 1980 mientras que los rusos y los países del Bloque del Este hacían lo propio en 1984 en Los Ángeles; en 2008 se concedieron al gigante asiático como un guiño político… De todas formas, al ser un escaparate mundial, también han servido para reivindicar situaciones injustas: los deportistas estadounidenses de raza negra aprovecharon los juegos de México de 1968 para reivindicar sus derechos; los tibetanos se han quemado a lo bonzo como protesta por la ocupación del Tíbet… O bien han sido utilizados para protestar por el origen nazi de la propia antorcha olímpica.

El símbolo más venerado y reconocible de los Juegos Olímpicos es la llama olímpica. En la era moderna, la llama olímpica apareció por primera vez en los Juegos de Ámsterdam 1928. La idea fue sugerida por Theodore Lewald, miembro del Comité Olímpico Internacional, que más tarde se convirtió en uno de los principales organizadores de los Juegos de Berlín en 1936. Desde estos Juegos se convirtió en tradición el relevo que lleva la antorcha desde Olimpia, encendida frente a las ruinas del templo de la diosa Hera, hasta la ciudad anfitriona, donde prenderá el pebetero de la llama olímpica.


Los Juegos de la XVI Olimpiada, celebrados en 1956 en Melbourne (Australia), tuvieron la particularidad de que las pruebas de equitación se tuvieron que trasladar a Estocolmo (Suecia) debido a la severidad de la normativa australiana en cuanto al ingreso al país de caballos extranjeros… y los calzoncillos olímpicos.

Un grupo de nueve estudiantes de la Universidad de Sidney, encabezados por Barry Larkin, quisieron protestar por el origen nazi de la tradición del relevo de la antorcha. Eso sí, echándole un poco de humor. La idea era hacerse pasar por el portador de la antorcha olímpica en el último tramo hasta que se entregase al alcalde Pat Hills. Uno de los estudiantes, vestido con un pantalón corto y una camiseta blanca, portaría la antorcha y el resto harían de escolta. ¿Y la antorcha? Una casera: una pata de una silla, sobre ella una lata de pudin de ciruela y dentro de la lata unos calzoncillos ¿usados? empapados de queroseno. Cuando la antorcha llegó a la ciudad, los estudiantes comenzaron su relevo a mitad de camino, pero al principio todos se dieron cuenta de que era una broma y, sobre todo, cuando debido al movimiento de la original antorcha los calzoncillos se caían de la lata. Barry Larkin se percató de que aquello se iba a quedar en una bufonada y decidió coger él mismo la antorcha. Continuó la carrera y conforme iba avanzando, dejando atrás a los que habían visto que era una broma, la gente se apartaba a su paso —e incluso la policía le escoltó—, convirtiéndose en el relevo oficial. Hasta tal punto que llegó hasta el estrado donde estaba el alcalde y depositó la antorcha. Hills, que estaba más preocupado de su discurso, ni miró lo que portaba aquel hombre.

Barry Larkin con la antorcha

Comenzó su alocución… hasta que alguien se dio cuenta de que aquella no era la antorcha oficial. Barry Larkin se había escabullido entre la gente. Tras unos instantes de «¡Tierra, trágame!» y de no saber qué hacer, tuvieron la suerte de que en aquel momento llegó el portador oficial, Harry Dillon, que hizo la entrega y pudo continuar la ceremonia.