A finales de 2001 se desató en Estados Unidos una oleada de pánico. Ese año hubo más de dos decenas de ataques con carbunco en simples cartas cargadas de esporas de ántrax enviadas a desconocidos y que supuso que hasta cinco personas fallecieran. Se habló por entonces de una nueva amenaza, la del “bioterrorismo”. Nada más alejado de la realidad, porque ese mismo sistema y a una escala infinitiamente superior estuvo a punto de utilizarse por el Reino Unido varias décadas antes, durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial.

Corría 1942 y la guerra se encontraba en un punto de inflexión. La Alemania hitleriana había perdido la ventaja inicial y parecía que el conflicto había llegado a un punto de equilibrio entre ambos bandos. Al dar la sensación de que se podría entrar en un conflicto interminable, esa situación resultaba peligrosa porque podría mermar la moral de las tropas. Fue ese momento cuando unos y otros comenzaron a estudiar métodos de combate alternativos. Y por parte del Reino Unido se planteó la posibilidad de usar uno que podía haber cambiado para siempre el curso de la historia: bombardear Alemania con esporas de carbunco.

Desde hacía años se tenía conocimiento de la enfermedad, y lo más terrorífico, se sabía cómo aislar los casi letales microorganismos que la producían. Sabiendo de su poder destructivo, estaba claro que de hacer uso de la misma a gran escala las víctimas se contarían por millones. Pero en esas circunstancias cualquier opción debía ser valorada, y el Reino Unido, con el primer ministro Winston Churchill patrocinando la operación, no iba a perder la posibilidad de usar ese recurso. El plan consistía en aislar esporas de dicha bacteria en forma de lo que se dio en llamar “pasteles”, unas pequeñas capsulas preparadas para ser ingeridas, que serían arrojados sobre las zonas agrícolas de Alemania. Ingeridas por el ganado, las consecuencias serían terribles: la mayoría de animales que consumieran esas esporas morirían, causando una hambruna que sumándose a la ya carestía propia de la guerra causaría millones de muertos, y las reses que sobrevivieran y no fueran interceptadas a tiempo serían consumidas por personas, resultando intoxicadas y contagiadas por las bacterias. La operación no solo causaría una auténtica masacre, sino que la difusión de dichas esporas, que pueden permanecer en estado latente por años, sería capaz de hacer de ese país un lugar donde la vida humana y animal fuese imposible durante décadas.

Un académico de Oxford, el doctor E. Schuster, en colaboración con un equipo de científicos destinados a esto, ya había estado estudiando las distintas formas de aislar y transportar el material que causaría la infección masiva. De este modo, las primeras esporas de carbunco fueron fabricadas por el Ministerio de Agricultura del Reino Unido. Se llegaron a hacer cálculos, y se estimó que serían necesarias cerca de 5 millones de unidades para causar la intoxicación a gran escala. Para ello se necesitaría contar con la cooperación de grandes compañías que ya disponían de los medios de producción. Se contactó en un principio con la Olympia Oil y la Cake Company, que dieron su aprobación para participar en dicho proyecto, además de hacerlo más tarde con la compañía J & E Atkinson, una de las proveedoras de la Familia Real Británica. Se acordó fabricar piezas de 2,5 centímetros y 10 gramos de peso a un precio de tan sólo 12 chelines, y se llegaron a modificar aviones de la RAF para que pudieran transportar dicho cargamento sin riesgo para sus ocupantes.

Al objeto de conocer cuál sería su alcance, se tomó la decisión de aislar 60 reses en la isla escocesa de Gurinard y rociarla con carbunco. El resultado fue el esperado, ya que los animales ingirieron sin problemas los pasteles en el lapso de unos días, muriendo poco después. Tirando de bastante humor negro, alguien tuvo la ocurrencia de bautizar a esta operación como “Operation Vegetarian” ante la falta de carne que iba a propiciar su puesta en marcha.

Lo cierto es que hacía 1944 ya estaba todo listo. Se logró producir sin problemas los 5 millones de unidades dispuestas a ser arrojadas. Se llegó incluso a delimitar las zonas donde estas esporas debían ser dispersas, en concreto en la zona de Hamburgo y Oldenburg, allí donde se concentraba la mayoría del ganado. Pero un arrebato de sentido común paralizó la operación en el último momento. Al fin y al cabo, la guerra a esas alturas ya se encontraba en un estado muy favorable para los aliados, puesto que se estaba ganando con las armas convencionales y se sabía que su final estaba cerca.

La operación quedó archivada y jamás se volvió a plantear su puesta en marcha. Los pasteles de carbunco fueron incinerados al terminar el conflicto para evitar un desastre. Y lo que podía haber sido una masacre capaz de marcan un antes y un después en la historia de la humanidad quedó tan sólo en un registro dentro de algún cajón. Pero lo sucedido en la isla de Gruinard da una idea de lo que podía haber sido. Hasta la década de los 90 esta isla fue considerada inhabitable porque a pesar de las operaciones de barrido, fue imposible limpiarla de esas esporas que impedían la vida.

Colaboración de Antonio Capilla Vega de El Ibérico