Aunque nos pese, la Sirenita no se llamaba Ariel, ni era pelirroja. No tenía como mejor amigo a un cangrejo llamado Sebastián, ni su dulce condena, como diría Calamaro, habría sido convertirse en un pólipo marino de Úrsula cuando ésta se quedara con el trono de su padre el rey Tritón.

¡Cómo le gusta a Disney subirnos los niveles de glucosa con cada una de sus adaptaciones!

Y es que además no se cortan en poner al tal príncipe Eric, todo chulazo, salvando a Ariel, a su padre, a la Gran Barrera de Coral y a los restos del Titanic como si fuera lo más normal del mundo. ¡Un poquito de por favor! ¡Vamos a respetar a Hans Christian Andersen y su poco menos que macabra obra!

Empecemos por el principio. Los personajes del cuento real no tienen nombres. Una era la Sirenita, de la que sabemos que tenía hermanas y una melena rubia que su padre, el Rey del Mar, acariciaba. Otro era el Capitán del Barco, que cumplía 20 años cuando ella se enamoró de él tras verle celebrando su cumpleaños y, posteriormente, naufragando en el mar. A la mala malísima, en este caso, se la denominaba la Hechicera de los Abismos. Es cierto que la Sirenita salvó al capitán y que estuvo con él en la playa hasta que volvió en sí, pero en realidad nunca llegó a verla, sino a una dama que había desembarcado junto a él y quien creyó que había sido su salvadora. Aún así, la protagonista visitó a la Hechicera de los Abismos:

– Así que quieres deshacerte de tu cola de pez… Y supongo que querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero cada vez que pongas los pies en la tierra sufrirás terribles dolores.

Ahí está el ofrecimiento de la verdadera Úrsula. ¿Apetecible verdad? “Te doy las piernas pero cada vez que las uses te vas a acordar hasta de mi padrino de boda” La mayoría lo hubiéramos rechazado, pero «la Sire» estaba locamente enamorada.

– No me importa – respondió- si es el precio que tengo que pagar por volver con él.

¡Toma ya! Y todo esto para estar con un muchacho que ni me ha visto y que vete tú a saber que pensará cuando lo haga.

– ¡No he terminado todavía! -dijo la de los Abismos-. ¡Deberás darme tu hermosa voz y te quedarás muda para siempre! Pero recuerda: si el hombre que amas se casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la espuma de una ola.

¿Os imagináis cómo sigue? Ella, por supuesto, acepta. Va a la superficie medio desvalida. Él la encuentra. La chica, aunque muda, es monilla y parece agradable, así que pasean (¿qué suerte para La Sirenita eh? No se animaron a hacer un ochomil de milagro), y pasan buenos momentos juntos hasta que aparece la dama que le había encontrado en la orilla el día del fatídico naufragio. Se habían enamorado desde aquel momento.

Nuestra Sire sabía que era el lado irregular del triángulo isósceles, y eso poca veces acaba bien. Aún así, y creo demostrando que algo masoca era, asiste a la boda y, para rematar la faena,  les acompaña nadando alrededor del barco en la luna de miel. Por la noche, llena de pena y nostalgia, sube a la cubierta. Las otras sirenas la quieren recuperar y  le ofrecen un puñal que han cambiado a la Hechicera por sus melenas para que mate a su amado y pueda volver con ellas al mar. La idea no le parece mal. Quiere dejar de sufrir aquel tormento de cuerpo y alma. Va al camarote de la feliz pareja empuñando el puñal y… no puede hacerlo. La cara de su amado al dormir le recuerda lo mucho que lo ama y se siente incapaz de hacerle el más mínimo daño. Entonces, la Sirenita sucumbe al trato que había hecho a cambio de sus piernas y decide entregarse al mar, de donde vino, para que la espuma la atrape para siempre.

¿Vaya diferencia? De la salvación por parte del apuesto joven (versión Disney) a un casi homicidio/asesinato y un posterior suicidio marítimo (versión Hans Christian Andersen). Cierto es que para darle un poco de magia, Andersen quiso hacer partícipes también a una suerte de hadas del viento que acogieron a la Sirenita entre ellas para hacerles más fácil la vida a los humanos.

Colaboración de Marta Rodríguez Cuervo de Martonimos