Si sólo por el hecho de enfrentarse a la «todopoderosa» Roma ya se merecería la distinción de tener un hueco en la historia, más motivo habría para ello si quien se puso al frente de los suyos para luchar contra las temibles legiones fue una mujer. Las protagonistas de este artículo son tres mujeres de la Antigüedad que con las armas en la mano, dirigiendo a su pueblo o con sus armas de mujer desafiaron el poder de Roma.

Cleopatra

Su nombre completo fue Κλεοπάτρα Φιλοπάτωρ (Cleopatra Filopator Nea Thea) y era la séptima en llevar ese nombre dentro de la familia que dominaba el país del Nilo desde que Ptolomeo Soter, el diádoco de Alejandro, se estableciese en Egipto tras su muerte y, después de una cruenta guerra con sus antiguos compañeros, se autoproclamase faraón. Hija de Cleopatra V y Ptolomeo XII “Auletes” (le llamaban el “flautista” porque era un cretino vividor), nació en el 69 a.C.

Frente a lo que piensan algunos (que si era de piel oscura, o incluso de facciones negroides como reclaman algunas asociaciones de afro americanos estadounidenses), Cleopatra era totalmente griega. Los Lágidas adoptaron el ritual faraónico de casarse entre hermanos para preservar la sangre real, por lo que la reina del Nilo no tuvo ni una gota de sangre egipcia o africana. Lo que sí se sabe es que Cleopatra VII fue la primera reina ptolemaica que aprendió el idioma egipcio. Todos los testimonios de su tiempo indican que era una mujer muy inteligente, culta y refinada. Cuando se presentó en público por primera vez con catorce años, además de su griego vernáculo, ya hablaba egipcio demótico, hebreo, sirio, arameo y algo de latín. Como una especie de precursora de Hypatia, fue educada por un elenco de preceptores griegos y era mujer versada en literatura, música, política, matemáticas, medicina y astronomía. Plutarco dijo de ella:

Se pretende que su belleza, considerada en sí misma, no era tan incomparable como para causar asombro y admiración, pero su trato era tal, que resultaba imposible resistirse. Los encantos de su figura, secundados por las gentilezas de su conversación y por todas las gracias que se desprenden de una feliz personalidad, dejaban en la mente un aguijón que penetraba hasta lo más vivo. Poseía una voluptuosidad infinita al hablar, y tanta dulzura y armonía en el son de su voz que su lengua era como un instrumento de varias cuerdas que manejaba fácilmente y del que extraía, como bien le convenía, los más delicados matices del lenguaje; Platón reconoce cuatro tipos de halagos, pero ella tenía mil.

Cuando contaba con dieciocho años de edad, su padre se ahogó en el Nilo. A causa de su muerte, su hermano de doce años, Ptolomeo XIII, y ella heredaron Egipto como corregentes y esposos. No era su único hermano: tenía otro hermano y posteriormente esposo, Ptolomeo XIV, y tres hermanas más, dos mayores, Cleopatra VI (desaparecida misteriosamente) y Berenice IV, y una menor, Arsinoe IV.

Corría el otoño del 48 a.C. Egipto estaba medio arruinado cuando Cleopatra pugnó con su hermano por el trono y fue expatriada a Siria. Hambrunas, grandes desigualdades y permanentes intentos de usurpación, incluso por parte de su hermana Arsinoe, se prodigaban el país de las dos tierras. Su hermano y faraón, Ptolomeo XIII, era un niño en manos de tres intrigantes; el eunuco Potino, su preceptor Teodoro y el capitán de la guardia, Aquilas. Fueron estos tres hombres quienes decidieron asesinar a Pompeyo el Grande cuando, huyendo de Farsalia (Grecia), desembarcó en Egipto solicitando ayuda y asilo a Ptolomeo. Pensaron que así agradarían a César, cuando, en realidad, le enojaron al mostrarle la cabeza del que había sido su suegro. Lo pagaron caro.

César recibió en Alejandría a la aspirante, la cual se presentó ante él burlando la férrea vigilancia que había organizado Aquilas. El cónsul accedió a mediar entre los dos hermanos como testamentario del padre de ambos. Roma era desde hacía años tutora de Egipto a causa de las deudas astronómicas que arrastraban los últimos reyes lágidas.

Después de varios conflictos, el ataque de los partidarios de Ptolomeo a la ciudad que se saldó con el incendio de la Gran Biblioteca, intrigas, ejecuciones y batallas, Ptolomeo XIII murió ahogado en el Nilo, como su padre, Arsinoe fue conducida a Roma cargada de cadenas y Cleopatra quedó como única regente de Egipto, en connivencia con César, aliado y amante de la reina. Quizá su entrada triunfal en Roma junto al dictador provocó a los republicanos más acérrimos. Esta feliz unión se truncó los idus del 44 a.C. en las escaleras del teatro de Pompeyo. César fue asesinado por varios elementos tradicionalistas y Cleopatra tuvo que huir de Roma con su hijo Cesarión, fruto de su relación con César.

Nada más regresó a Egipto, ordenó envenenar a su hermano y esposo Ptolomeo XIV, evitando así cualquier conato de usurpación. La situación de Egipto era penosa: canales de regadío cegados, plagas y hambre por doquier. Poco más de un año después, otro romano arrogante y necesitado llamó a su puerta. Era Marco Antonio, fiel legado de su esposo asesinado y su más encarecido vengador. Antonio acababa de romper el equilibrio entre los tradicionalistas republicanos y sus compañeros de triunvirato Octavio Augusto, sucesor de César, y Lépido, un hombre de paja. Antonio le solicitó apoyo a Cleopatra, la cual accedió aún teniendo su país al borde de la ruina. Después de un sensual encuentro en Tarso, en su fastuoso trirreme real, Cleopatra exigió la ejecución de su hermana Arsinoe como requisito indispensable para prestarle ayuda a Antonio, el cual accedió a su propuesta. En aquella cita, ambos se enamoraron apasionadamente. Antonio volvió después a Roma y se casó con Octavia, la hermana de su por entonces amigo y futuro gran adversario. Cleopatra tuvo dos hijos con Antonio, Alejandro Helios y Cleopatra Selene.

Cuatro años después, Antonio volvió a Egipto y se desposó con su amada, sin haber repudiado antes a Octavia. Aquel tórrido adulterio fue el detonante de las hostilidades entre Octavio y Antonio. Mientras el primero soportaba penurias en Roma, fiel a su política de austeridad y trabajo, el segundo dilapidaba los recursos del Imperio desde su palacio de Alejandría. Octavio supo como poner en contra de Antonio a toda la mitad occidental del estado, sobretodo a las facciones más conservadoras del Senado que se escandalizaban de la vida licenciosa de Antonio y Cleopatra, acusada de regicidio, incesto, lujuria, etc. El punto crítico lo rebasó Octavio cuando, violando el secreto que lo protegía, leyó en público el testamento de Antonio en el Senado. El él le concedía arbitrariamente a su esposa el control de medio Oriente romano, le otorgaba el gobierno de Armenia y Cirene a sus dos hijos y, lo peor, mostraba su deseo de ser enterrado en Alejandría. Aquello soflamó a la rancia aristocracia romana, que le declaró la guerra a Egipto. Era el 32 a.C.

La batalla decisiva entre ambos contrincantes tuvo lugar en las costas de Actium (Grecia), el 2 de Septiembre del 31 a.C. La flota romana comandada por Agrippa arrinconó a la escuadra egipcia. Cleopatra huyó ante la presión romana y Antonio abandonó a sus hombres para reunirse con ella. Menos de un año después, en Julio del 30 a.C., Octavio entró en Alejandría. Antonio, crédulo de un informe falso que le anunció la muerte de su esposa, se suicidó clavándose su gladio. Octavio se reunió con Cleopatra. El princeps de Roma pretendía conducirla a Roma, pero ella sabía que si accedía a acompañarle desfilaría cargada de cadenas como había sucedido con su hermana Arsinoe. Viendo que no era capaz de seducirle con sus encantos, pues Octavio era hombre frío y calculador, optó por seguir a su marido hacia el mundo de los muertos. Según la versión más común, fue un áspid proporcionado por una de sus fieles esclavas quien tuvo el honor de privarle a Octavio Augusto del placer de mostrar a la arrogante reina de Egipto como su esclava. Era el 12 de Agosto del 30 a.C.

Boudica, la reina britana


Boudica, también conocida por Boadicea en las fuentes latinas, fue la reina de los icenos, tribu britana que habitaba el actual condado de Nortfolk, al este de Inglaterra. Procedente de la nobleza indígena, su marido fue Prasutagus, rey de los icenos. Tanto Dión Casio como Tácito coinciden en la descripción física y anímica de esta extraordinaria mujer. Según éste último “poseía una inteligencia más grande de la que generalmente tienen las mujeres”. Parece ser que fue una mujer fornida, de estatura muy superior a la media romana, voz dura y mirada enajenada. Vestía con túnicas multicolores ceñidas por un manto y su melena pelirroja le llegaba hasta la cadera. En su cuello resaltaba un grueso torques de oro, símbolo céltico del poder de la oligarquía indígena.

La tierra de los icenos no había sufrido los horrores de la guerra durante la conquista de Britania en el 43. Esta tribu fue aliada de los romanos y por ello quedó al margen de las represalias y destrucciones que ocasionó dicha invasión en tiempos del emperador Claudio. Pero la ocupación romana acabó por soliviantar las ínfulas independentistas britanas, bien vistas y alimentadas por la facción más dura de la nobleza icena. Varias tribus díscolas vecinas se sublevaron contra la autoridad romana, que actuó con contundencia. El apoyo velado de los icenos a estas tribus no pasó desapercibido para el gobernador Publio Ostorio Escápula, el cual llegó a amenazarlos con el desarme total.

Prasutagus, el rey iceno, era un buen vasallo de Roma. Su reinado fue largo y tranquilo, aunque un importante detalle condicionaría el futuro de su pueblo: no tuvo hijos, sino hijas. Este espinoso asunto sucesorio no suponía un problema para la sociedad indígena, que lo aceptaría de buen grado, pero si que entraba en conflicto con los pactos de clientela suscritos con Roma. El gran error de Prasutagus fue nombrar coheredero de sus hijas al emperador, práctica habitual en aquellos tiempos. Con ello esperaba mantener en su sucesión el equilibrio de poderes que había conseguido en su territorio. Pero la Lex Romana no lo contemplaba así, la única herencia posible que aceptaba era de padres a hijos varones.

Cuando el rey murió el territorio quedó en manos del gobernador de Britania, el cual hizo caso omiso a los pactos previos y actuó en la zona como había sido habitual en el resto de provincias del Imperio. Como si se tratase de tierra conquistada, muchas tierras fueron expropiadas, muchos bienes confiscados y a la arrogante nobleza icena se la trató como si fuesen bárbaros incivilizados. La situación empeoró cuando Boudica, la viuda del rey, no pudo devolver los préstamos que había adquirido su marido con Roma. Según Dión Casio, los publicanos desencadenaron una salvaje operación de expolio para cobrar la deuda, saqueando aldeas y esclavizando a muchos icenos que no podían hacer frente a los desmedidos impuestos imperiales. Tácito destacó dentro de estos sucesos la pésima conducta del procurador Deciano, al parecer instigador de una cruenta acción recaudatoria que acabó con la propia Boudica azotada y sus dos hijas violadas. La reina jamás perdonó semejante ultraje y comenzó a urdir una revuelta a gran escala contra el poder de Roma.

La oportunidad llegó en el año 61. Era por entonces gobernador de Britania un tal Cayo Suetonio Paulino. Recién llegado de Mauritania, partió hacia la isla de Mona (hoy Anglesey) para erradicar la resistencia del último baluarte druídico. Boudica aprovechó la ausencia del gobernador de suelo britano para conspirar con sus nobles y desatar la rebelión. Pronto la revuelta se extendió a sus vecinos trinovantes (el actual condado de Essex)

El primer objetivo de Boudica fue Camulodunum (hoy Colchester), principal ciudad del territorio trinovante y en aquel momento colonia romana. La guarnición de la ciudad pidió ayuda para contener a la horda rebelde. Pero el procurador Deciano envió una triste fuerza de apoyo de doscientos auxiliares que fue incapaz de frenar a los insurgentes. La ciudad fue destruida e incendiada, incluido el templo al culto imperial en el que se refugiaron sus últimos defensores. Todos ellos sin excepción fueron pasados a cuchillo, hombres mujeres y niños.

El único que intentó socorrer a la guarnición de Camulodunum fue Quinto Petillo Cerial, legado de la Legio IX Hispana y futuro gobernador de Britania. Fue atrapado en una emboscada en un bosque próximo a la ciudad y, tras una lucha encarnizada, hubo de abandonar su propósito perdiendo muchos hombres en el intento. Quien huyó de forma miserable fue el avaro Deciano Cato, el cual viendo el cariz que tomaban los acontecimientos y sabiéndose culpable de aquella revuelta por su inagotable codicia, optó por salir de Britania y ocultarse en la Galia Bélgica.

La toma de Camulodunum y la posterior victoria contra las tropas de Petilio Cerial insuflaron fuerzas a los insurgentes, que prosiguieron su avance arrollador hacia Londinium (Londres). Cayo Suetonio, ya libre de la campaña que había emprendido en Gales, encaminó sus tropas hacia allí en cuanto supo las intenciones de Boudica, pero ante la imposibilidad manifiesta de poder defenderla en condiciones optó por retirarse a un lugar más óptimo para combatir y abandonarla a su suerte. De nuevo, la ciudad fue arrasada y sus habitantes masacrados. Y no fue la última, Verulamium (St. Alban) corrió la misma suerte…

Cayo Suetonio fue quien eligió el lugar en el que se enfrentaría a los insurgentes. Esta decisiva batalla sucedió en un lugar indeterminado entre Londinium y Viroconium (Wroxeter) A priori, las fuerzas romanas tenían todas las de perder. Los insurgentes les superaban en número en 5 a 1, pero Suetonio eligió bien el escenario de la batalla. Era una llanura que se extendía frente a un estrecho desfiladero boscoso que no permitía al enemigo envolver sus líneas. Este condicionante topográfico conjuraba la ventaja numérica indígena. Además, las tropas romanas estaban muy bien entrenadas y equipadas, mientras que la masa indígena, formada por levas de niños, hombres y ancianos, era mucho más difícil de liderar y movilizar.

La mañana del combate Suetonio se levantó al alba, avisado por sus tribunos de que el ejército rebelde había formado frente a ellos. Una línea imprecisa formada en media luna se desplegaba ante él, cerrada por detrás por los propios carros de los britanos que servían de cobijo a mujeres y niños expectantes ante una presunta gran victoria. Suetonio, bien formado en las gestas bélicas de Mario y César, vio en aquello la forma de convertir un festín britano en un auténtico infierno. Formó a sus hombres con la clásica doble línea en forma de dientes de sierra. Según Tácito, que narró estos hechos cincuenta años después de producirse, Boudica les soltó esta arenga a sus tropas:

Nada está a salvo de la arrogancia y del orgullo romano. Desfigurarán lo sagrado y desflorarán a nuestras vírgenes. Ganar la batalla o perecer, tal es mi decisión de mujer: allá los hombres si quieren vivir y ser esclavos

Suetonio hizo lo propio con las suyas:

Ignorad los clamores de estos salvajes. Hay más mujeres que hombres en sus filas. No son soldados y no están debidamente equipados. Les hemos vencido antes y cuando vean nuestro hierro y sientan nuestro valor, cederán al momento. Aguantad hombro con hombro. Lanzad los venablos, y luego avanzad: derribadlos con vuestros escudos y acabad con ellos con las espadas. Olvidaos del botín. Tan sólo ganad y lo tendréis todo

Así fue como ocurrió. Suetonio formó a las tropas y esperó acontecimientos. Los britanos, impacientes y desconocedores de las tretas romanas, después de horas de observar la perfecta formación inmóvil enemiga cargaron contra la primera línea. El desfiladero fue acortando la magnitud de la ruidosa carga britana, que se estrelló contra una lluvia de venablos de la primera línea romana. Los pila (plural de pilum) eran un arma demoledora. Una vez clavados dejaban los escudos inservibles, o traspasaban como un alfiler la mantequilla los cuerpos sin armadura de los indígenas. Tras la segunda lluvia de venablos un tapiz de cadáveres y moribundos se extendía frente al desfiladero. Fue el momento de avanzar. A paso firme y gladio en mano, las tropas romanas arrollaron a los britanos, acuchillándolos desde su seguro muro de escudos y empujándolos hacia sus carros con cargas de caballería por los flancos. Se supone que más de cuarenta mil britanos murieron pisoteados tras la desbandada del ejército insurgente al ver el avance implacable de las legiones y cerca de ochenta mil al final de aquella sangrienta jornada en la que no se respetó nada. La propia impedimenta britana hizo de dique y congestionó la huída. Las legiones masacraron a la masa indígena, hombres, mujeres y niños, en uno de los episodios más sangrientos de toda la historia de la Britania romana. Puede que fuese propaganda, pero los historiadores clásicos atribuyen sólo cuatrocientas bajas a las tropas romanas frente a los miles de britanos caídos. Es cosa probable conociendo otras batallas parecidas a ésta como fue la de Lúculo frente a Tigranes donde Roma sólo perdió treinta hombres y Armenia veinte mil.

Según Tácito, Boudica se envenenó antes de caer en manos romanas, aunque según Dión Casio pudo sobrevivir a aquel desastre, aunque enfermó y murió tiempo después. La revuelta de Boudica marca la última gran intentona indígena de liberarse del yugo romano. Salvo dos pequeñas revueltas poco documentadas y alguna algarada picta, la isla se mantendría en paz hasta la llegada de anglos y sajones en el siglo V.

Zenobia de Palmira


La legendaria reina Zenobia de Palmira, mujer culta de fuerte temperamento y visión de estado, fue capaz de cubrir el vacío de poder en Oriente Medio durante la convulsa segunda mitad del siglo III. No es posible hablar de Zenobia sin hablar de su amada patria, Palmira (hoy cerca de Tadmor, Siria), por aquellos tiempos una de las ciudades más ricas y esplendorosas del Oriente romano. “La ciudad de los árboles de dátil”, traducido del arameo, estaba situada en el Oasis de Afqa y era paso obligado para las rutas de caravanas que unían Persia con las ciudades del oriente helenístico. Esa posición privilegiada hizo que las tribus nabateas que la habitaban prosperasen con el comercio, sirviendo de bisagra entre las dos grandes potencias de la época. Llegó a contar con 200.000 habitantes, una cifra espectacular para aquellos tiempos (en el 260 Emérita Augusta no contaba con más de 20.000 almas y Valentia o Saguntum no superaban las 8.000)

Septimia Bathzabbai Zainib, conocida hoy como Zenobia por la latinización de su nombre, nació en Palmira en el 23 de Diciembre del 245. Hija de un influyente ciudadano, Zabaii Ben Selim (Julio Aurelio Zenobio en las crónicas romanas), fue desposada con un príncipe local vasallo del Imperio y ciudadano romano desde tiempos de los Severos, Odainath, hijo de Hairán de Tadmor (más conocido como Septimio Odenato). No sabemos con certeza en qué fecha Odenato ascendió a la regencia de Palmira, pero se sabe por una inscripción que en el 258 ya ejercía el control de la ciudad.

Disfrutaron de una regencia tranquila hasta la gran crisis que estalló en el 260. El emperador Valeriano fue capturado por el rey persa Sapor I en Edesa (Siria) y conducido después como reo a Persépolis. Cuentan algunas fuentes que allí le hicieron beber oro fundido, le desollaron y con su piel hicieron un trofeo. Al margen una muerte tan ignominiosa, lo verdaderamente importante fue el vacío político y militar en que se sumió todo el Oriente romano tras la tragedia de Edesa. La sombra de una posible traición por parte de Macrino, el prefecto del pretorio, sumada a la falta de una clara dirección en las operaciones propició que los persas sasánidas saquearan buena parte de Siria, Cilicia y Capadocia.

Odenato, nada contento con el auge de su vecino Sapor y la nueva hegemonía persa en su área de influencia, intentó sobornarlo, pero el rey persa le devolvió sus regalos. Aquel desprecio provocó la ira de Odenato, obligándole a tomar parte en un conflicto del que ya no podía escabullirse. Desde tiempos de Adriano, Palmira era una ciudad libre, pero una guerra abierta entre persas y romanos era lo peor para el comercio, única fuente de ingresos de su ciudad-estado. Por sorpresa, decidió atacar a las tropas persas que volvían del saqueo de Antioquia en la ribera del Éufrates, abriendo las hostilidades con Persia.

No sólo tuvo Odenato que decantarse por un bando, sino también por un pretendiente al trono imperial. El elegido fue Galieno, hijo del difunto emperador. En una acción táctica de suma precisión, atacó y mató al otro aspirante a la púrpura, consiguiendo con ello una posición muy ventajosa y obteniendo el título honorífico de Totius Orientis Imperator. Desde el 262 hasta el 266 se dedicó a recuperar los territorios perdidos ante la ofensiva persa, incluso alguno más allá como Edesa, Carras y Nínive. Sus exitosas campañas reestablecieron el dominio romano en Oriente, aunque resultaba obvio que Odenato estaba supliendo la autoridad romana por su propio proyecto personal. Quizá por ello, o por simple envidia, cuando estaba a punto de lanzar una ofensiva contra los godos fue asesinado junto a su hijo mayor, Hairán (Herodes) por su sobrino Maconio. No se ha podido probar que la oscura mano de Roma estuviese tras aquel magnicidio, aunque fuese del todo apropiado para la débil administración imperial.

La muerte de su esposo y su hijo mayor dejó desconsolada y furiosa a la reina Zenobia. Su hijo Vabalato era aún menor de edad, por lo que el consejo de la ciudad le concedió la regencia de Palmira hasta que pudiese tomar el cargo de su difunto padre. Quizá por la sospecha de que Roma había orquestado aquel asesinato, o por ver realizado el gran sueño de su marido, Zenobia se declaró en rebeldía. La reina vio la oportunidad de ocupar el vacío de poder sasánida aprovechándose de la inestabilidad romana y formar un nuevo estado que mediase entre ambas potencias. Durante un tiempo lo consiguió. Llegó a ocupar grandes territorios en Asia Menor y deponer a un nuevo pretendiente romano en Egipto, incorporándolo a sus nuevos territorios. Zenobia era una mujer políglota, culta y refinada, formada en retórica, en cuya corte residían hombres de ciencias y probada sabiduría, como Pablo de Samosata, un teólogo cuya doctrina sería aplicada por su discípulo Arrio, el creador del arrianismo, una corriente cristiana que provocó multitud de problemas. No podemos afirmar si llegó a ser cristiana, es más probable que se acercase más al zoroastrismo.

Aquella sedición política y religiosa se tornó molesta y peligrosa para Roma. Una sucesión de emperadores endebles permitió que Zenobia expandiese y consolidase su poder, un sueño de independencia que se truncó cuando Lucio Domicio Aureliano, nuevo emperador desde el 270, hombre fiero y curtido procedente de las legiones, entró en escena. En el 272, después de haber conjurado exitosamente una invasión de tribus alamanes en Italia y derrotado a los godos en Dacia, puso su vista sobre el problema oriental. El “Imperio de Palmira” reconocía a Aureliano como emperador, aunque reservaba el título de rex para Vabalato. Aquel formalismo que era del todo irrelevante en la práctica no era convincente para el emperador, así que cuando Aureliano se sintió fuerte lanzó una ofensiva contra los territorios controlados por Zenobia.

Fue una campaña rápida. Tras varios asaltos y destrucciones por parte de las legiones, el resto de ciudades de Asia Menor depusieron su sedición, así como Egipto y Siria. Tres batallas tuvieron lugar, Inmae y Emesa, en Siria, y la última que concluyó con el asedio de Palmira. Zenobia intentó huir con sus hijos de la ciudad y refugiarse en Persia, pero las tropas romanas la apresaron y la entregaron al emperador. Al conocerse su captura, la ciudad depuso su beligerancia y se firmó la paz.

La reina fue llevada a Roma y exhibida con cadenas de oro en el triunfo que el emperador celebró a su llegada. Cuenta la leyenda que Aureliano quedó tan prendado del porte y la belleza de la reina depuesta que le concedió un exilio digno, liberándola y asignándole una lujosa villa en Tibur (Tívoli, Italia) Es posible que acabara sus días allí, como esposa de algún senador.

Su retiro forzoso le salvó de ver como Palmira fue saqueada y destruida por las tropas romanas sólo un año después de su rendición. Desde la captura de la reina se habían producido varios enfrentamientos menores en la zona que Aureliano atajó con contundencia. El triste final de Palmira lo provocó una cadena de combates contra los persas en Egipto y Siria que desembocaron en su asalto y destrucción.

Fuente: Archienemigos de Roma – Gabriel Castelló