Llegado el tiempo en el que comienza a vislumbrarse la Navidad (allá por el mes de octubre en los últimos años), los escaparates empiezan a adornarse, los turrones a salir en la tele, las casas desempolvan sus luces y adornos y en algunas de ellas todavía se cantan villancicos y se escuchan cuentos de Navidad. Sin duda, uno que no suele faltar es un clásico que transcurre durante la Nochevieja, La pequeña cerillera de Hans Christian Andersen.

Huelga decir que este artículo, más que pertenecer a “Los cuentos que no nos contaron, podría incluirse en un añadido cuyo nombre sería “Los cuentos que sí nos contaron y alucinamos con ellos”. Y es que el trágico final, expresado sin miramientos, pudo sin duda ser el culpable de algunas pesadillas.

Seguramente todos conozcais este cuento, también conocido como “La pequeña vendedora de fósforos”. La protagonista es una niña que se ganaba la vida vendiendo fósforos a los transeúntes de su ciudad, y precisamente el día de Nochevieja no habia consguido ninguna venta. La pequeña, temerosa, no cesó en su empeño de intentar vender estos fósforos a todo el que por allí pasaba en aquella fría y oscura tarde de invierno. Pero comenzó a nevar y la niña se refugió en un portal mientras encendía una de las cerillas. Pensaba que de esa manera podría aumentar sus posibilidades de venta. Con la primera cerilla vio una gran estufa de hierro. Con la segunda, una mesa repleta de manjares para celebrar el Año Nuevo. Con la tercera un árbol precioso alrededor del que jugaba. Tras esto, vio una estrella fugaz y pensó que alguien se iba a morir, pues era lo que su abuela fallecida siempre le había dicho “Cuando una estrella cruza el cielo, un alma se eleva hacia Dios.” Y entonces vio a su abuelita, y le pidió por favor que la llevara con ella a las nubes, cerca del altar de Dios.

A modo de resumen, ese es el cuento. Aunque realmente lo que no tiene desperdicio es el final (cita textual):

Pero a la mañana siguiente, la pequeña niña aún estaba sentada en un rincón, con las mejillas rosadas y una dulce sonrisa en los labios. Estaba muerta, congelada por el frío de la Nochevieja y la fría mañana del Nuevo Año, que iluminaba su delicado cuerpo cuando la encontraron con todas sus cerillas consumidas en la mano. La gente dedujo que la niña había tratado de calentarse con ellas. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni cómo su anciana abuelita la había conducido hacia la Gloria en la NocheVieja.

Desde luego es un cuento, como mínimo, difícil de digerir en muchas ocasiones por el final poco edulcorado que nos ofrece.

Los niños que lo escuchan suelen extrañarse. ¿Es verdad que murió? – preguntan. Pero no cabe duda, es tajante. La niña, tras los explícitos sueños alucinógenos posiblemente provocados por los gases del fósforo, muere de hipotermia con una feliz sonrisa en los labios. ¿Qué opináis? ¿Son necesarias más historias como esta que acerquen a la cruda realidad a los niños o debemos mantenerlos a cierta «distancia» de dicha realidad?

Colaboración de Marta Rodríguez Cuervo de Martonimos