Una de las ventajas de vivir en medio de una ruta de comercio, y en una zona maravillosamente fértil, es que disfrutas de una variada gastronomía. Gracias a ello, los sumerios incluso se permitieron escribir algunos de los primeros libros de recetas de la historia. Eso sí, no pensemos que cualquier hijo de vecino podía meterse entre pecho y espalda las exquisitas viandas. Según las tablillas donde constaban las raciones que se repartía a los trabajadores, un sumerio de clase baja no se moría de hambre, pero su régimen era bastante monótono: gachas de avena y sopas de hierbas con el acompañamiento de alguna sabrosa cebolla o nabo. Los ricos, como siempre, eran otro asunto. Y es que el mundo ha cambiado poco.

Si un sumerio pudiente visitara un mercado con unos cuantos anillos de plata en sus dedos o espirales en el brazo, podría elegir entre una gran variedad de productos de la huerta. Los cabezas negras no solo descubrieron el barbecho y el regadío, sino también el uso de árboles frutales y de todo tipo, para dar humedad y sombra a los planteles. También encontraría animales y pescados en abundancia. La ciudad de Ur se erigía a 5 km de un pantano enorme, donde la pesca y la caza eran cuantiosas. Eridu se encontraba al lado del mar. Entre los productos que se podían ver en un mercado estaban los melones chate, cebollas, puerros, ajos, cereales (trigo y cebada), legumbres (lentejas, garbanzos y habas), manzanas, higos, uvas, moras, peras, ciruelas, regaliz, raíces de juncos, granadas, juncia, nabos, comino, cilantro, berros, pepinos, lechugas, rúcula, mostaza, calabazas, piñones (Pinus Alepensis), almendras, pistachos, avellanas, quesos diversos, hisopo, azafrán, asafétida, alholva, aceitunas… Entre los pescados destacaban los peces de río, y precisamente en la ciudad de Ur se levantaba el mayor secadero de pescado de Sumeria, junto con la mayor fábrica de cerveza… con 33 variedades distintas. El mundo animal estaba representado por ovejas, cabras, bueyes, vacas, carneros, gansos, garzas, patos y sus huevos, lagartos, tortugas, cuervos, palomas, gallinas, gacelas y venados diversos y, sobre todo, el cerdo. Se ha conservado un proverbio que nos resulta muy moderno: “Del cerdo se comen hasta las pezuñas”.

Junto a los mercados era habitual encontrar puestos de pescado frito, brochetas de saltamontes – una golosina muy apreciada -, frutas en miel, arrope (calabaza o frutas maceradas en miel y vino hervido, normalmente de palma, en este caso) y pan, que se vendía grueso y sin levadura. El pan que compraban los pudientes podía llevar mantequilla clarificada, queso cremoso de oveja para untar o sésamo y frutos secos. Los sumerios adoraban las salchichas picantes y las empanadas, siendo este último un alimento obligatorio en las bodas. Las empanadas más caras y escogidas eran las de paloma con miel y las de pescado de río con salsa Siqqu. Esta salsa, que solo los muy ricos podían pagar, se piensa que estaba elaborada con tripas y restos de pescado y mariscos, macerados y puestos a pudrir al sol con plantas aromáticas. Debía parecerse bastante al garum de los romanos. Si llegaba una visita a tu casa, lo educado era sacar una fuente de tostaditas de pan de cebada, que se acompañaban de mantequilla salada, requesón, miel o crema. Creemos que la crema sumeria debía ser parecida a nuestras natillas.

También eran aficionados a la repostería, destacando los bizcochos de manteca y los de frutas y pescado con miel. Los hornos sumerios eran de barro, parecidos a los que aún se usan en la India, y por ello las reinas de la repostería de los dos ríos eran las tortas, que se hacían pegando la masa a una pared del horno. Las tortas de crema, higos y pistachos no podían faltar en una fiesta, y la más cara de todas ellas se elaboraba en la ciudad de Uruk, famosa por sus enormes palmerales. Se trataba de la torta de dátiles y miel. Como más de uno estará pensando, debía ser bastante empalagosa. Y por si alguno acaba de recordar la posibilidad de pillar unas caries, advertiremos que los cabezas negras acomodados se frotaban los dientes con raíces de regaliz y con las ramitas de un arbusto que aún no ha podido ser identificado. No solo debía ayudar a evitar la caries, sino que blanqueaba la dentadura, y las sacerdotisas de alto nivel estaban obligadas a usar esas ramitas diariamente, para dar una buena apariencia de la divinidad. Una diosa con dientes amarillos no agrada a los fieles.

Y para acabar, y por petición popular, os adjunto tres recetas sumerias… a ver si os atrevéis con ellas. Por desgracia en las tablillas no aparecen indicaciones de cantidades, por lo que tendréis que echarle imaginación o usar el viejo sistema de prueba-error (o como dice mi madre «a ojo»). Tened bicarbonato a mano y buen provecho.

SOPA DE NABOS Y REGALIZ: Se hierven durante un buen rato raíces de regaliz en abundante agua. Cuando se ha reducido a la mitad se añade asafétida, hierba-limón, piña de ciprés y se reduce aún más. Mientras tanto se hace un caldo con huesos de pollo, rabo de oveja, ajo y leche. Finalmente se cuelan ambos caldos y se juntan. A ese caldo ya filtrado se le añade cebolla, ajo, trigo sarraceno, puerro y nabos. Cuando está casi hecho se añaden berros y comino. Antes de servir se espolvorea menta. Si se desea, junto a los nabos se puede añadir carne de pollo.

HERVIDO ROJO DE CORDERO: Se toma carne de pierna de cordero y se macera en la propia sangre del animal durante varias horas. Se prepara un caldo con agua, grasa de rabo de oveja, asaduras y callos del cordero, y se hierve. Luego se filtra y se añaden cebollas, puerros, trigo sarraceno, malta desgranada, comino y cilantro. Cuando rompa a hervir se añade la carne y se cocina hasta que esté tierna. Antes de servir se espolvorea con migas de torta de cebada y se puede acompañar con pan horneado con semillas de cebolla y azafrán.

TRUFAS DE DÁTILES: Se deshuesan los dátiles y se machacan. La pasta se mezcla con queso cremoso de untar, miel y pistachos troceados. Se forman bolitas que se rebozan en harina de almendra.

Colaboración de Joshua BedwyR autor de En un mundo azul oscuro