En esta primera entrega de Los cuentos que no nos contaron, hablaremos de Caperucita Roja. Como sabéis, las versiones han variado mucho desde la historia original hasta las que han llegado a nuestros días. De hecho, precisamente de Caperucita ya había dos versiones “antiguas”. Una es la de Charles Perrault, que se parece bastante a la que conocemos popularmente; y otra la de los Hermanos Grimm, de la que hablaremos a continuación.

Había en una aldea una niña muy buena y muy bonita, el orgullo de su madre, y a la que su abuela había regalado una capa roja por la que todos la conocían. Un día, Caperucita le iba a llevar un pastel a su abuelita que vivía al otro lado del bosque y se encontró al lobo con quien su madre le había dicho que tuviera mucho cuidado. Lo cierto es que el lobo no se la comió, pues su intención era llegar a casa de la abuela antes que la niña, comerse a la anciana y después a la pequeña. Así lo hizo, con tan buena suerte para ellas y tan mala para él, que un cazador las salvó y todos vivieron felices y comieron perdices… menos el lobo.

A estas alturas y después de mucho analizar el cuento, a nadie le cabe la duda de que Caperucita era una pequeña recién llegada a la adolescencia y el lobo no es más que el símbolo de su primer escarceo amoroso… que la intenta “devorar”. También aparecen la madre que la alerta de sus posibles deseos y la figura paterna del cazador que la protege y salva; todo envuelto en una capa del color de la pasión.

En la versión de los Hermanos Grimm, la acción transcurre prácticamente como la conocemos. Caperucita sale de su casa y se encuentra en el bosque con el lobo, quien se interesa por su destino. La niña le da indicaciones muy concisas sobre la casa de su abuelita que se encuentra a un kilómetro aproximadamente (¿será porque realmente buscaba que se la comiese para poder escapar románticamente con él?) y él, que llevaba tres días sin comer, comenzaba a preparar su plan. Por eso le sugiere a la pequeña que recoja unas flores para su abuela. Ella le hace caso y él aprovecha para adelantarse, entrar en casa de la octogenaria, engañarla y comérsela. Por fin llega Caperucita, con su botella de vino, su pastel y sus flores. Sabía que tenía que empezar diciéndole “buenos días” a su abuelita, a lo que ella no le contestó. La niña se fijó en lo desproporcionado de sus orejas, de sus ojos y de sus brazos…

Son para abrazarte mejor – contestó el lobo desde la cama.

Después se percató de su boca y… ¡ÑAM! Se la comió.

El lobo decidió echarse una siesta, y sus ronquidos hicieron sospechar a un cazador que pasaba por allí y le extrañaba que la vieja anciana soplara de aquella manera.

¡Así que te encuentro aquí, viejo pecador! ¡Hacía tiempo que te buscaba!

El cazador abrió la barriga del lobo y salieron las dos féminas. Caperucita llenó de piedras el vientre del animal, quien al intentar huir, no soportó el esfuerzo y murió.

Pero esta historia no termina aquí, pues en otro de sus viajes por el bosque hacia casa de su abuela, otro lobo la persiguió e intentó distraerla. Caperucita ya había aprendido la lección y continuó derechita a su destino. Una vez allí, avisó a su abuela y cerraron bien la puerta. ¡Menos mal! Pues el lobo estaba intentando de nuevo hacerse pasar por la niña y entrar en la casa. Al ver que no iba a lograrlo, decidió subirse al tejado y esperar que llegara el atardecer para que la niña se fuera y poder devorarla tranquilamente. La abuela y la nieta colocan en la puerta una olla de agua de cocer salchichas en la que el lobo, atraído por el olor, acaba cayendo… y se coció.

Colaboración de Marta Rodríguez Cuervo de Martonimos