Tras la batalla de Manzikert (1071), en la que los selyúcidas derrotaron a las tropas bizantinas y llegaron a capturar al basileus Romano IV Diógenes, los turcos comenzaron la invasión de la península de Anatolia. En apenas unos años los bizantinos iban a perder su principal granero y la zona de reclutamiento de su ejército. El otrora poderoso Imperio bizantino debía pasar a la defensiva ante el empuje de los selyúcidas. Sintiéndose incapaces, no ya de recuperar el territorio perdido, sino de defender sus fronteras, el emperador bizantino Alejo I Comneno envió una embajada al Papa Urbano II solicitando su ayuda. El Papa, que vio la oportunidad de unir bajo un mismo estandarte a toda la cristiandad (católicos y ortodoxos), no sólo prestaría ayuda al emperador sino que una vez recuperado el territorio perdido por los bizantinos, dirigiría -mejor dicho, ordenaría dirigir- sus ejércitos a Tierra Santa para recuperar Jerusalén. Así que, en el Concilio de Clermont (1095), Urbano II hizo un llamamiento a toda cristiandad para luchar contra los infieles bajo el estandarte de la cruz (cruzada) al grito de…

Dios lo quiere.

Y el Papa sabía qué hacer para que la convocatoria tuviera éxito: concedió la indulgencia plenaria a todos los que luchasen contra los infieles y la promesa de la salvación a los que muriesen en la batalla. Raimundo IV de Tolosa, Godofredo de Bouillon, Hugo de Vermandois y Bohemundo de Tarento encabezaron los principales ejércitos que marcharon hacia Constantinopla a mediados de 1096. Partiendo de diferentes lugares y siguiendo rutas diferentes, los cuatro ejércitos cruzados se reunieron a las puertas de Constantinopla en abril de 1097. Entre los diferentes grupos y nacionalidades que formaron parte en la Primera Cruzada se encontraba un contingente de unos 1.500 daneses comandados por Sweyn el Cruzado, hijo ilegítimo del rey de Dinamarca Sweyn II Estridsson. Aunque lo de «ilegítimo o natural» podría ser anecdótico, para el rey de Dinamarca era lo normal: de los 20 hijos que tuvo -o que se conocen- sólo uno nació dentro del matrimonio, y además murió muy joven. El resto fueron hijos de las diferentes concubinas que tuvo y algunos de ellos llegaron a ser reyes de Dinamarca. Junto a Sweyn, en la vanguardia del grupo de daneses, iba su joven esposa Florine, hija del duque de Borgoña Oto I.

Florine de Borgoña

Los primeros enfrentamientos entre los cruzados y los selyúcidas tendrían lugar en los territorios de la península de Anatolia. Mientras el grupo de daneses atravesaba las llanuras de la Capadocia fueron emboscados por los turcos. Aquel numeroso grupo que avanzaba compacto, fue un blanco muy fácil para la lluvia de flechas con las que fueron sorprendidos desde posiciones estáticas y en altura. Apenas repuestos del primer ataque, recibieron un segundo de arqueros a caballo que se acercaban hasta el grupo, disparaban y huían rápidamente… el número de bajas y de heridos auguraba un final trágico para los nórdicos. El tercer ataque, protagonizado por la caballería ligera de los turcos, mucho más maniobrable y rápida que la de los cruzados, sería demoledor. A pesar de las dificultades, los daneses aguantaron la lucha durante todo el día… con Sweyn y Florine a la cabeza. Rodeados de cientos de cuerpos caídos, con apenas unas decenas de soldados en pie, las fuerzas justas para mantener la espada y con Florine herida por una flecha, el matrimonio dirigió sus caballos hacia las montañas. Pero aquello no era una huída, aquella posición elevada les daría cierta ventaja para seguir luchando… aunque insuficiente por la abrumadora superioridad numérica de los turcos. Allí murieron ambos… Florine con apenas 14 años.  

El escritor irlandés William Bernard McCabe inmortalizó la leyenda de esta niña en su novela histórica Florine, princess of de Burgundy (1855).