¿Quién no ha narrado historias de aparecidos a la luz de una hoguera de campamento? Posiblemente la imagen de un grupo de humanos intercambiando leyendas de fantasmas sea tan antigua como la de un grupo de cazadores vestidos con pieles, vanagloriándose de haber matado un mamut solo a base de insultos y de haberse acostado con todas las mujeres de la tribu. Después de todo, y bien pensado, en ambos casos se trata de “historias de fantasmas”. Pero para llegar al estado de espíritu errante, primero alguien debe morirse.

Para los mesopotámicos la muerte era algo muy importante. A las tumbas humildes se les llamaba Kimah (lugar exaltado) y a las de los ricos Ekal Tapsuhti (morada de descanso). Ellos creían que cuando una persona fallecía desaparecía una parte, como los huesos o la carne, pero otra permanecía. Hay que advertir que esta parte que permanecía no era como el alma de la cultura judeocristiana, pues seguía teniendo corporeidad, aunque poseía menos presencia o densidad que el cuerpo normal. Esa especie de espíritu, que los mesopotámicos llamaban Gidim o Etemmu, pasaba a residir en el Mundo del Otro Lado (Irkalla), pero para ello debía ser despedido con los ritos correspondientes. En algunas ciudades sumerias se enterraba al difunto en una tumba, y en otras bajo el piso de la habitación principal de la casa. Si se cambiaba el domicilio, los restos debían trasladarse a la nueva localización. Se les sepultaba con poco ajuar, apenas algún objeto favorito o sentimental, puesto que tenía mucha más importancia que se les ofreciera comida y bebida. Lo mínimo aceptable era verter agua por un agujero que solían tener las tumbas, y lo deseable era añadir, de vez en cuando, algo más sabroso. La razón es que en el Mundo del Otro Lado, en ese mundo de los muertos, no había comida. Al contrario de lo que se piensa no lo imaginaban por debajo de la tierra, sino que venía a ser un mundo paralelo al nuestro y, hasta cierto punto, coexistente, pero sin sabores, ni olores, ni colores, ni televisión siquiera. Un asco de lugar, en suma.

Una forma de castigo especialmente horrible consistía en negarle al ejecutado los ritos de enterramiento. Aquellos que cometían crímenes especialmente graves no solo debían pasar por una serie de torturas a cada cual más sádica, sino que su cuerpo era quemado y sus cenizas esparcidas en las afueras de la ciudad. En Nippur, por ejemplo, esto se hacía en una puerta conocida como “la de las Impuras Sexuales”. Quien recibía ritos y enterramiento atravesaba las siete puertas del Mundo del Otro Lado, y era recibido por los dioses infernales en el Kur. Pero no había juicio, ni premio, ni castigo. Daba igual que hubiese sido buena o mala persona. Los dioses solo le informaban de las reglas de su nuevo hogar y le asignaban una morada. Si había hecho la pelota lo suficiente, podía vivir dentro de la fortaleza de Gazer, hogar de Nergal y Ereshkigal, con lo que podría acceder a las sobras de la cocina y guiñar el ojo a los diablos y/o diablesas del servicio doméstico.

Una persona que no recibiera ritos funerarios, que muriera de hambre y sed, o ahogada, o en un descampado a solas, no podía entrar en el Irkalla, y se convertía en un Etemmu Murtappidu, que venía a ser como un fantasma con muy mala uva dispuesto a vengarse de todo y de todos, pero sobre todo de aquellos que no le habían ofrecido los ritos. Este tipo de fantasmas eran muy peligrosos, pues al no entrar en el Irkalla podían atacar en cualquier instante. Los otros, los que sí habían entrado pero tenían algún tema pendiente, solo podían volver un día al año. En el mes de Neizigar (sumerio) o Abum (acadio), que correspondería a nuestro Agosto, se celebraba el Día de los Muertos, bajo la ceremonia del Kispum. Como ese día los muertos podían salir de su mundo, se les trataba por todo lo alto. Se instalaba en el lugar principal la “silla de honor”, aunque en hogares humildes fuese un simple taburete, que solía ser heredada por el primogénito (raras veces por la primogénita) (*). Ante ella se colocaban las mejores viandas y bebidas y se recordaba a los antecesores por sus nombres hasta la tercera generación. A los demás se les trataba de “parientes”. Esto tenía tanta importancia que hubo reyes que falsificaron su genealogía en esa ceremonia. Así, por ejemplo, el usurpador asirio Shanshi Adad I ofreció un kispum al viejo gobernante acadio Sargón de Akhad, que había vivido cuatro siglos antes y era considerado un ejemplo para reyes, haciendo creer con ello que era “descendiente”.

Kispum

¿Cómo atacaba un fantasma enfadado?

Pues entraba en el cuerpo a través de las orejas, ya que se creía que el Etemmu tenía alguna especie de “sabor” y, por tanto, a través de la boca le descubrirían. El momento más adecuado era durante el sueño, pues para los mesopotámicos el mundo de los sueños era real. Una vez dentro del cuerpo producían migrañas, fiebres, mal aliento, insomnio, pesadillas y todo tipo de molestias. ¿Cómo se podía evitar esto? Ante todo descubriendo al atacante. Un cuerpo fantasmal podía percibirse a la luz del sol como una especie de sombra tenue sin colores. Si la víctima era poseída con éxito, el fantasma solo podía ser expulsado mediante un sacerdote exorcista. Si alguien descubría una sombra fantasmal acechando, lo mejor que podía hacer era invitar al fantasma a entrar en su casa y ofrecerle una comilona, pues una regla divina ordenaba que la hospitalidad fuera sagrada. Un aparecido que hubiese saqueado tu despensa no podía molestarte.

¿Eran aficionados los mesopotámicos a las historias de fantasmas?

Pues sí. De hecho, aparte de varias otras referencias aisladas y fragmentadas, se ha conservado casi entera una de ellas: el Mito de la Recién Casada y el Aparecido. Con ello volvemos a tener una idea muy moderna de sumerios, asirios y babilónicos, y podemos imaginarlos narrando las vicisitudes de la pobre novia a la luz de una hoguera con unos malvaviscos en la mano. Por tanto, si tenéis la idea de que un fantasma os acecha, seguid el consejo sumerio y ofrecedle una fresca cervecita (sumeria, claro) y unas ricas aceitunas. Os ahorraréis un exorcismo.

(*) No parece que esa preferencia fuese por machismo, sino por división de tareas. Así, por ejemplo, de igual manera que el hombre era el que dirigía la ceremonia del Kispum, era la mujer (en concreto la nuera o la hija mayor) la que dirigía el entierro.

Colaboración de Joshua BedwyR autor de  En un mundo azul oscuro