Antes de nada, recurriremos a Herodoto para que nos cuente, a grandes rasgos, las costumbres funerarias de Egipto. Después del fallecimiento y de las lógicas muestras de duelo, se procedía al embalsamamiento que, tal y como se repite hoy en día en nuestros funerales, dependía del dinero que se estuviese dispuesto a gastar. En los más suntuosos se extraían las vísceras del cadáver y se rellenaba la cavidad abdominal con sustancias aromáticas; una vez cosidas las incisiones, el cuerpo se dejaba “macerar” en una especie de betún durante 70 días y posteriormente se cubría el cuerpo con vendas de lino impregnadas en goma extraída de la resina de los árboles. Los más modestos se tenían que conformar con una purga que limpiaba la cavidad abdominal y el correspondiente baño en betún. Lógicamente, todo este proceso se realiza en los talleres de los embalsamadores a los que se entregaba el cuerpo de los fallecidos nada más morir… excepto los de las mujeres ilustres o especialmente bellas. En estos casos, dejaban pasar 3 días, cuando el cuerpo ya estaba en proceso de descomposición, porque se conocían casos de embalsamadores que abusaban de los cadáveres (¿los primeros casos documentados de necrofilia?).

 

El primer uso comienza en la Antigüedad y, tras algunas confusiones, malentendidos y un mucho de avaricia, termina con las momias en frascos para medicinas.

El asfalto, betún o bitumen que hoy se utiliza para pavimentar carreteras o como revestimiento impermeabilizante para los tejados, ya era conocido por griegos y persas. Esa sustancia bituminosa, a la par que viscosa y negruzca, ya se utilizaba en la Antigüedad para la construcción o para proteger árboles de los ataques de los insectos; aunque también servía, según nos cuenta Plinio el Viejo, para cataplasmas sobre heridas, enfermedades de la piel, dolor de muelas o combinado con vino para atajar la diarrea. Para los griegos era asphaltos (de donde deriva nuestro asfalto) y para los persas mumia. Debido a sus múltiples usos y a que sólo se conocían los yacimientos naturales de Oriente Medio, cuando se descubrieron los enterramientos egipcios se quedaron asombrados al descubrir que los cuerpos estaban cubiertos con betún… o eso creyeron. Realmente no era betún, sino resinas utilizadas para conservar los cuerpos que con el paso del tiempo adquirían una tonalidad que las hacía parecerse al betún. Pero esto se sabría más tarde. Para ellos, habían encontrado un fuente alternativa de un remedio medicinal milagroso, el betún. Y como ocurre en muchas ocasiones, en la que la parte asume el todo, el término persa mumia que inicialmente denominaba al betún y, por error, a las resinas, en el siglo XII pasó a ser utilizado para todo nombrar a todo el cadáver (momia) y, lamentablemente para ellas, la totalidad de la momia adquirió esos poderes curativos. Como resultado de esta creencia y con el aderezo de la leyenda, fomentada por los mercaderes, que decía que las momias tenían una fuerza misteriosa que se transfería a todo el que la ingería, se explica la cantidad de momias egipcias que salieron de Egipto en dirección a Europa y fueron vendidas por los boticarios como remedio para casi todos los males (“polvo de momia”). Y como ya existía la ley de la oferta y la demanda, ante las dificultades cada vez mayores de encontrar momias y la elevada demanda desde Europa, los precios se dispararon y acudieron los buitres (perdón, oportunistas). Cogieron cadáveres de esclavos, criminales, ancianos… e incluso animales -recordemos que también había momias de animales-, los trataron con betún y los secaron al sol para producir momias que luego vendían a los comerciantes. Pensaban que, y hacían bien en hacerlo, una vez reducidas las momias a polvo, que era la forma más habitual de consumo, sería casi imposible diferenciar entre una verdadera momia egipcia y un cadáver fresco tratado con betún y secado al sol. En Europa se estuvieron “consumiendo” momias hasta bien entrado el siglo XVIII.

A nadie le hubiese extrañada si en el artículo Los macabros entretenimientos dominicales hubiese incluido el desvendado de momias… acompañados de pastas y de té.

En el siglo XIX era costumbre entre la alta sociedad celebrar fiestas de desvendado de momias. Consistían en reunirse en teatros o en casas de amigos para quitar las vendas a una momia e ir qué salía de allí. El evento solía estar ejecutado por un médico o un anticuario y transcurría como una mezcla de espectáculo macabro y una exploración con fines científicos. El británico experto en anatomía del Hospital Charing Cross, Thomas Pettigrew, más conocido como Momia Pettigrew, fue uno de los más activos diseccionadores de momias. Vendía entradas que se agotaban con rapidez. Recogió sus conocimientos en la monografía Historia de las momias egipcias.

Margaret Murray, la primera mujer que organizó una de estas fiestas, quería mostrar al público que las momias no eran mágicas, sino simples restos humanos preservados de los que se podía aprender. Su fiesta de desvendado más recordada es la que organizó en 1908 en la Universidad de Manchester de los hermanos momificados Nekht-ankh y Khnumu-Nekht.

También fueron utilizadas para elaborar un pigmento… el mummy brown (marrón momia). Este color comenzó a elaborarse en el siglo XVI y, como su propio nombre indica, su ingrediente principal era el polvo de momia. Para la elaboración de este pigmento se pulverizaban momias egipcias y el polvo resultante se mezclaba con resina y mirra, dando como resultado diferentes tonalidades del marrón tostado. Si sois aficionados a la pintura inglesa de mediados del XIX, seguro que habéis visto alguna obra en la que se ha utilizado este color. A finales del XIX y comienzos del XX, los pintores comenzaron a dejar de lado el mummy brown debido a la escasez de momias egipcias disponibles y cuando comenzaron a concienciarse de estar utilizando pigmentos hechos con restos de cuerpos humanos. De hecho, cuando el pintor inglés Edward Burne-Jones descubrió el ingrediente principal de este pigmento, se dirigió a su estudio, cogió todos los tubos y frascos de mummy brown y les dio un entierro digno.

Y para dejarlas descansar en paz, terminaré con dos leyendas urbanas que rodean al mundo de las momias: una debida al humor socarrón de Marw Twain y otra que, a fecha de hoy, todavía algunos siguen defendiendo con pruebas cogidas con alfileres. Marw Twain se embarcó como reportero en uno de los primeros viajes organizados en un recorrido en barco por Europa y Tierra Santa. Las crónicas se editarían posteriormente en el libro de viajes Los inocentes en el extranjero (1872). En un fragmento de este libro, relata…

No voy a hablar de la vía férrea, porque es como cualquier otro tren. Me limitaré a decir que el combustible que utilizan para la locomotora se compone de momias de tres mil años de edad compradas por toneladas […]

Remataba diciendo que las momias de los faraones ardían mejor que las del resto de mortales. Lo que se habrá reído el bueno de Mark durante todo este tiempo. La otra leyenda sitúa a las momias egipcias en la fábricas de papel de los EEUU a mediados del XIX. Ante la escasez de materia prima para la fabricación de papel, se utilizaron los vendajes de las momias hechos de lino. Se cuenta que el primer papel de estraza utilizado para envolver carnes y pescados estaba hecho con los vendajes de una momia egipcia.

Que no digo yo que en alguna caldera no se haya quemado alguna momia o incluso que haya servido para envolver bocadillos, pero sería tan descabellado hablar de las momias como combustible o como materia prima del papel como decir que el Quijote se utilizaba para limpiarse el culo porque alguien en algún momento de necesidad así lo hizo… que seguro que alguien lo ha hecho.