Otra vez domingo. Comidas con la familia, paseos matutinos, quejas por lo cerca que vuelve a estar el lunes… ¿Qué hacemos?¿Vemos una peli?¿O salimos a tomar un café?

Seguramente este sea el típico domingo que muchos de nosotros practicamos semana tras semana en España actualmente. Sin embargo, a lo largo de las épocas y los diferentes lugares, estas costumbres han ido variando. En Madrid, por ejemplo, algo muy recurrente es salir a dar un paseo por el famoso Parque del Retiro. Recorrer los alrededores del Palacio de Cristal, la estatua del Ángel Caído o el estanque con la estatua de Alfonso XII es algo con lo que podemos disfrutar ahora y a finales del siglo XIX, cuando el parque acogió también un zoo humano.

Los carteles que lo anunciaban y el espectáculo en sí nos dejarían perplejos a día de hoy, pero en su momento fueron el gran reclamo turístico de la ciudad. Indígenas filipinos, negritos, tagalos, moros de Joló, carolinos… eran muchas las “especies” que el alemán Carl Hagenbeck movía por toda Europa para exponerlas como auténticas bestias dentro de jaulas y a la vista de todo el que quisiera disfrutar con el espectáculo. Se dice que en Madrid pudieron visitar el Palacio Real y conocer a la reina regente María Cristina de Habsburgo (madre de Alfonso XIII).

Si nos vamos a París, además de poder disfrutar también de los ya citados zoos humanos, pasear por los infinitos bulevares, disfrutar de las óperas y tomar café en las tertulias parisinas, un entretenimiento muy extendido entre la burguesía parisina era la visita a la morgue.

Los encargados del depósito acostumbraban a exponer los cuerpos en público para proceder a su reconocimiento, algo que dado el alto número de personas que se acercaban era prácticamente seguro que sucedería. Sin embargo, la gente no se agolpaba alrededor de las cristaleras para hacer un bien común, sino que era más bien el morbo lo que hacía conseguir aquellas multitudes frente a los cuerpos desnudos o mutilados de los cadáveres.

Y en Londres también tenían tu propio espectáculo… Antiguamente, la locura se identificaba con males sobrenaturales, propios de posesiones demoníacas o como castigos divinos por los pecados cometidos. Posteriormente se comenzó a identificar como la pérdida de la razón cuyo único remedio era el confinamiento y los salvajes experimentos, más propios de la tortura, a los que los enfermos eran sometidos. En el siglo XIV, lo que había sido un convento de la Orden de la Estrella de Belén en Londres se convirtió en el Bethlem Royal Hospital, también llamado Bedlam, y fue el primero en acoger pacientes con enfermedades mentales. Lamentablemente el hospital no se hizo famoso por ser pionero en tratar enfermedades mentales sino por el brutal maltrato dispensado a los pacientes (los considerados violentos o peligrosos eran atados y encadenados). De hecho, el término Bedlam ha quedado como sinónimo de caos, confusión, alboroto…

Y para rematar la faena, durante el siglo XVIII y parte del XIX Bedlam se convirtió en una atracción turística. Por el módico precio de un penique –el primer martes de cada mes era gratis– se podía contemplar el espectáculo que brindaban los pobres dementes. Además, si el espectáculo de aquel día no había cumplido con las expectativas se podían llevar palos para azuzar a los dementes y elevar el nivel del show. Algunos también les daban alcohol para ver cómo actuaban borrachos. En 1814 se registraron más de 96.000 visitas, el mayor espectáculo de Londres.

Fue el XIX un siglo de grandes y favorables cambios, aunque en aquella época que comenzaba a estar tan avanzada, aún perduraban en nuestro interior costumbres dignas de nuestros instintos más primigenios e incluso deshumanizados.

Colaboración de Marta Rodríguez Cuervo de Martonimos