Este archienemigo tan poco conocido en nuestros días fue un auténtico malvado a ojos de Roma y cuya afrenta perduró en la memoria colectiva durante muchos siglos. Quizá su gesta sería ahora más popular si no hubiese convivido con personajes de la talla y trascendencia de Hannón y Amílcar Barca, y no hubiese sufrido las envidias y el ostracismo de los sufetes de Cartago.

Jantipo (en griego Ξάνθιππος, Xánthippos) fue un jefe mercenario, muy probablemente de origen lacedemonio, que entró al servicio de Cartago durante la Primera Guerra Púnica. Pongámonos en antecedentes: el primer gran conflicto armado entre Cartago y Roma se libró principalmente en tierras y aguas de Sicilia. Nos encontramos en el 256 a. C. Ya habían transcurrido nueve largos y duros años de guerra cuando el Senado romano decidió acabar a las bravas la contienda trasladando el teatro de operaciones a la propia Cartago. Hasta aquel momento, sin decisivas victorias o derrotas, la guerra estaba inclinada del lado itálico. Prácticamente toda Sicilia menos las actuales provincias de Palermo y Trapani estaban en manos romanas y los elementos y dos grandes batallas navales, la primera en Mylae (hoy Milazzo) y la segunda en el Cape Ecnomus (actual Poggio di Sant’Angelo, en Licata) habían enviado buena parte de la flota cartaginesa a hacer compañía a Neptuno.

Cape Ecnomus

Tras la aplastante victoria romana del Cape Ecnomus, fruto de un intento frustrado de los navarcas púnicos de frenar la inminente invasión romana de Cartago, los dos cónsules del 256 a. C., Marco Atilio Régulo y Lucio Manlio Vulso, desembarcaron sus legiones en Clypea (también llamada Aspis, hoy Kélibia, en Túnez) tras haber perdido solo veinticuatro naves frente a las treinta hundidas y setenta y cuatro capturadas al enemigo en las costas sicilianas. La ciudad cayó sin demasiados contratiempos y los romanos se expandieron por toda la zona provocando pavor entre la población nativa. El Consejo de Cartago encargó a tres de sus más nobles miembros ―Bóstar, un tal Amílcar (no el padre de Aníbal) y Asdrúbal Hannón― que sacasen las tropas de la ciudad y aplastasen al ejército romano, pero estos, evitando las grandes llanuras donde sus elefantes y caballería tenían ventaja, se dirigieron hacia una zona montañosa donde Régulo no dudó en atacarlos. La batalla del monte Adís (hoy Oudna) supuso un nuevo descalabro para los púnicos, que perdieron cinco mil infantes, quinientos jinetes y un número indeterminado de elefantes, frente a las bajas ridículas que sufrieron las legiones romanas.

Aquella victoria animó todavía más a los invasores y, antes de final de año, el cónsul llegó en sus rapiñas a una distancia de tan solo un día de Cartago y la vecina Numidia se rebeló contra la ciudad aprovechando aquel caos. Angustiado por aquella pinza letal, el Consejo envió emisarios al cónsul en busca de un pacto que beneficiase a ambas partes, pero las condiciones que expuso Régulo eran tan humillantes e intolerables que el Consejo decidió mantener las hostilidades hasta sus últimas consecuencias. Con este tremendo panorama entró en escena nuestro protagonista. Ya he comentado al principio que Jantipo era, presuntamente, un mercenario de origen espartano, dispuesto, como todo soldado de fortuna, a poner su talento y arrojo al servicio del mejor postor, y, en el año 256 a. C., los sufetes de Cartago eran probablemente los patronos más ricos y acuciados de todo el Mediterráneo occidental. No era el único espartano expatriado; en aquella época, su ciudad y región natal estaban inmersas en un caos provocado por las luchas entre las ciudades aqueas y la invasiva Macedonia. Esparta siempre había sido una afamada escuela de guerreros, y quizá esa cualidad fue la que Jantipo mejor vendió al necesitado Consejo cartaginés.

Fue a la vuelta de uno de sus viajes en busca de nuevos reclutas para el ejército mercenario de Cartago cuando Jantipo se encontró con aquel panorama desolador. Bien enterado de cómo había sucedido el descalabro de Adís y del número de efectivos y caballería implicados en la batalla, se plantó ante el Consejo y acusó públicamente a los tres comandantes púnicos de incompetentes. Según nos dejó escrito Polibio en sus Historias, esto les dijo:

Los cartagineses fueron derrotados no por los romanos, sino por ellos mismos, debido a la inexperiencia de sus dirigentes

Después de aquel ácido alegato acabó ofreciéndose él mismo a comandar los ejércitos, presumo que no por un módico precio, y expulsar a los romanos de Cartago. El Consejo, quizá aguijoneado por el clamor popular, tal vez desesperado ante la presión romana, accedió a la arriesgada petición de aquel aventurero, quien a buen seguro hizo valer su probada instrucción en el arte de la guerra y su origen lacedemonio, cuna de los más bizarros guerreros de la ecúmene. El resto de aquel año y el principio del siguiente Jantipo lo dedicó a instruir a sus nuevas tropas, realizando maniobras en los llanos, lugar que él había señalado como idóneo para enfrentarse a los romanos y así poder desplegar las mejores armas que sus ineficaces antecesores no habían sido capaces de aprovechar dado lo escarpado del terreno: la falange y la caballería ligera.

En la primavera del 255 a. C., Marco Atilio Régulo retomó las operaciones, esta vez solo pues su compañero de consulado Manlio había retornado durante el invierno a Roma, quedándose él como procónsul en funciones al frente de su enorme ejército. Jantipo salió de Cartago con sus tropas tierra adentro, doce mil infantes falangistas y mercenarios griegos, cuatro mil jinetes y cien elefantes de guerra. Régulo contaba con más efectivos, cerca de quince mil legionarios y quinientos jinetes, a los que habría que sumar un buen número de auxiliares, por lo que el romano se envalentonó y mordió el cebo, plantándose en las riberas del río Bagradas (hoy Medjerda) y presentándole batalla campal. En aquella planicie tan al gusto de Jantipo se produjo una de las masacres más sonadas del ejército romano. El lacedemonio cargó contra la estrecha línea manipular romana con sus elefantes, lanzando a su vez por los flancos a su numerosa caballería, que puso en fuga sin demasiados problemas a la enemiga y envolvió por retaguardia a Régulo como tiempo después emularía Aníbal. Aunque al principio el romano consiguió desbaratar el flanco derecho enemigo, machacando a los ochocientos griegos que lo defendían, pronto la estrategia se impuso a la táctica.

Buscando un símil más popular en nuestro imaginario reciente, aquella batalla campal fue el Little Big Horn de Régulo, tan soberbio y temerario como el general Custer, pues los infantes romanos perecieron envueltos por sus enemigos y sin opciones de escape, aplastados por los elefantes, las flechas y venablos de la caballería y las sarisas de la falange. Los dos mil romanos que consiguieron llegar a Adís fueron los únicos que escaparon de la carnicería. El resto de sus compañeros murieron en aquel polvoriento valle o fueron apresados. Las fuentes hablan de dos mil quinientos cautivos, entre los que figuraba el propio cónsul.

Poco tiempo pudo disfrutar Jantipo de su rotundo éxito. Al igual que en nuestra querida España, si la envidia hubiese sido olímpica, los sufetes de Cartago se habrían llevado todas las medallas de oro. Quizá por las aversiones que había creado entre la rancia aristocracia púnica, tal vez por la estrechez de recursos del tesoro, el caso es que Jantipo ni cobró lo pactado ni pudo permanecer en Cartago después de lograr su aplastante victoria sobre los romanos. Había instruido un ejército formidable de púnicos y mercenarios, dándole a cada unidad su categoría y cometido en batalla y creando una escuela militar que otro genio cartaginés llevaría hasta los más altos lugares de la estrategia unos años después, pero el espartano no era uno de ellos, no era un hijo de Melqart: era un vil mercenario.

No está claro cuál fue el final de Jantipo. Escribió Diodoro Sículo que cuando salió huyendo de Cartago pasó frente a Lylibaeum (hoy Marsala, en Sicilia), en aquel momento sitiada por los romanos, y que gracias a su ayuda los defensores pudieron romper el bloqueo, pero que de nuevo, por envidias, los púnicos boicotearon su nave agujereándola y se hundió en el Jónico de vuelta a casa. El caso es que también se sabe de un tal Jantipo que solo diez años después ejerció de gobernador para el belicoso Ptolomeo III Evergetes, el rey helenístico de Egipto, por lo que quizá pudo ser el mismo individuo.

Régulo vuelve a Cartago

Lo que sí sabemos es cuál fue el trágico final de Régulo. Cinco años permaneció en Cartago como cautivo hasta que, tras la derrota de Panormus (hoy Palermo), el Consejo envió a Roma embajadores para negociar la paz. Régulo fue en dicha legación. Se dice que el romano en principio se negó a entrar en la ciudad como un esclavo de los púnicos hasta que lo convencieron de que hablara en el Senado, cámara a la que decía ya no pertenecer después de cinco años de ausencia. Al final, Régulo accedió a hablar al Senado, pero no para mediar entre ambas ciudades un armisticio, sino para conminar a sus compatriotas a luchar hasta el final. Viéndolos vacilantes, llegó a decirles que había ingerido un veneno lento que le mataría de cualquier modo, así que no tenían que conmoverse por él, pues estaría gustoso de volver a Cartago como prisionero portando la rotunda negativa del Senado al tratado de paz.

El Consejo de Cartago no se tomó nada bien la actitud desafiante de Régulo. Fue condenado a muerte, sufriendo los peores suplicios. Uno de ellos fue cortarle los párpados, dejándolo días en una celda subterránea y sacándolo de repente al patio para que el sol abrasador de verano le quemase las retinas. También corría el rumor de que lo metieron en un cofre con pinchos de hierro hasta que murió. El Senado, horrorizado al saber de tan ignominioso final, entregó a los rehenes púnicos Bóstar y Amílcar a la familia del cónsul, y parece ser que corrieron similar suerte. Desde entonces, Marco Atilio Régulo fue puesto en Roma como símbolo del heroísmo y del sacrificio por la patria. En mi opinión, hay que coger todo esto último con pinzas pues Polibio, nuestra principal fuente histórica de este periodo y hombre generoso en detalles, no mentó ninguno de todos estos tormentos en sus escritos, por lo que este cruel suplicio bien pudo ser parte de la propaganda antipúnica que se había ido fraguando contra la que ya era entonces “gran archienemigo de Roma”.

Martirio de Régulo

Para leer buena ficción histórica sobre esta época en general, y sobre este hombre tan extraordinario como ninguneado por la historia en particular, os recomiendo El Águila y la Lambda del autor cántabro Pedro Enrique Santamaría.

Colaboración de Gabriel Castelló autor de Archienemigos de Roma