Fuera del lenguaje jurídico puede que “Alea iacta est”, la frase que pronunció Julio César al pasar el Rubicón, el riachuelo que marcaba el límite entre la Roma republicana y la Galia Cisalpina, y dirigirse a Roma con sus legiones, sea la expresión latina más utilizada con el significado de “la suerte está echada”. Pues habría que puntualizar que Julio César no pronunció exactamente esa frase, porque lo hizo en griego, y que, literalmente, su significado sería “los dados se han tirado”. Alea era el juego de dados que tanto gustaba a los romanos y que también servía para designar genéricamente a todos los juegos de azar. Ya fuese para hacer más llevaderas las horas que los legionarios pasaban asediando un asentamiento o mientras tomaban un vino aguado en su escaso tiempo de ocio (de otium que no de nec otium, negocio), el caso es que cualquier excusa servía para echar unos dados y, lo que es peor, jugarse unas monedas. Apuestas, juego de azar y dinero son los ingredientes necesarios para el cultivo de la ludopatía. Llegados a este punto, y viendo que algunas deudas se saldaban incluso perdiendo la libertad del deudor, se dictaron las leyes aleariae (Lex Cornelia, Lex Publicia y Lex Titia) que prohibían las apuestas en los juegos de azar. Estas normas declaraban legales las apuestas en juegos o competiciones donde el resultado dependía de la habilidad, fortaleza o valor de los participantes (las carreras en el circo o las luchas en el anfiteatro, por ejemplo) y declaraba ilegales las que dependían únicamente del azar, aunque muchos de los apostantes en los dados se encomendasen a los dioses.

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Si te pillaban apostando, las multas impuestas eran un múltiplo de la cantidad apostada que dependía de las circunstancias y de la familia del apostante. Además, la ley no reconocía las deudas de juego ni los delitos cometidos contra la propiedad de las “casas de apuestas”. Aún así, algunos emperadores, como Augusto o Nerón, tuvieron ciertos problemillas con el juego, pero sin llegar al vicio de Cómodo que, tras dejar temblando las arcas del Imperio, montó una especie de casino en su palacio para poder seguir apostando.

Pero no todo iba a ser represión, durante las Saturnalia se levantaba la mano y se permitían las apuestas… y todo lo demás. Las grandes fiestas en honor a Saturno comenzaban el 17 de diciembre y se prolongaban hasta el 23. Muy probablemente, las Saturnalia tengan su origen en el fin de las labores agrícolas, cuando los campos se preparan para el invierno y las tareas de campesinos y esclavos se ralentizan. Recordemos que la sociedad de la antigua Roma era eminentemente agraria. Como serían de importantes estas festividades para que las escuelas cerrasen, algunas conductas frívolas femeninas y masculinas estuviesen bien vistas, se pudiese apostar a los dados, se invirtiesen los papeles entre amos y esclavos, corriese el vino a raudales y todos los miembros de la familia recibiesen un regalo, fuera cual fuese su condición. Además, todos los esclavos recibían de sus amos una generosa paga extra en moneda o vino (excepto los pobres desgraciados que tuvieron el infortunio de servir al roñoso de Marco Porcio Catón). Desde el día 17 al 23 se sucedían los banquetes y las procesiones desenfrenadas (que fueron el embrión para los futuros carnavales). Los plebeyos y proletarios se erigían en jueces, y los patricios en siervos. Se realizaba la elección del “Rey de las Burlas” y, por fin, después de tantos días de júbilo, llegaba el solsticio de invierno, consagrado a Jano, el dios de los principios, fecha considerada en la antigüedad como la Puerta de los Dioses.