A veces tendemos a idealizar todo lo que viene de Oriente. Sin ir más lejos, a ojos occidentales la figura del samurái suele estar rodeada de un halo de misticismo que poco tiene que ver con la realidad. Nos pensamos que eran guerreros honorables, espirituales y de elevados principios morales, pero a la hora de la verdad tampoco eran tan distintos de los caballeros medievales europeos. Otro mito es el pintarlos como cultos, refinados y amantes de las bellas artes. Como si todo samurái, cuando no estaba en el campo de batalla, dedicara su tiempo libre a cultivar bonsáis y componer versos. Es cierto que el nivel cultural de los japoneses de la época, sobre todo entre la nobleza, era más bien elevado. Pero de ahí a pensar que todos eran gentilhombres doctos e instruidos va un trecho bastante largo. De hecho, como suele pasar con la gente de armas en todas las culturas, en general eran tipos bastante brutos.

Pero sí que había honrosas excepciones. Samuráis que, además de guerreros, fueron auténticos humanistas. Almas sensibles y exquisitas, de gustos distinguidos, capaces de apreciar las cosas bellas y entender las verdades más elevadas de la vida. Uno de ellos fue Hosokawa Fujitaka, un verdadero hombre del Renacimiento que, además de aguerrido soldado, era maestro en ceremonia del té, experto calígrafo, historiador, poeta, pintor, filósofo, coleccionista de antigüedades y a saber cuántas cosas más. La perfecta encarnación del ideal de guerrero ilustrado que tanto se asocia con la figura del samurái.

Hosokawa Yusai, el samurái poeta

Hosokawa Yusai, el samurái poeta

Hosokawa Fujitaka nació en 1534, en plena era de las guerras civiles, una época de caos y luchas intestinas en las que Japón entero se desangraba sin remisión en conflictos interminables. Buenos tiempos para los samuráis, cuyo oficio principal es la batalla. Pero nuestro protagonista, además de un señor de la guerra, caudillo de mesnadas y jefe de uno de los clanes más poderosos del país, era también un hombre de letras de renombre en todo el imperio. Como buen poeta, era más conocido por su nombre artístico, Yusai. Para él, la pluma era tan poderosa como la espada, y ambas las manejaba con igual soltura.

Su fama de hombre sabio, culto y árbitro del buen gusto venía de lejos. Yusai había servido en la corte de los últimos shogunes de la dinastía Ashikaga, antes de que las guerras civiles acabaran por hundir del todo al país en el caos. Cuando el shogunato cayó, los nuevos amos de Japón también quisieron contar con el talento y experiencia de Yusai. Así, el docto general pasó por la corte de Oda Nobunaga y después por la de su sucesor, Toyotomi Hideyoshi. Su reputación de erudito no hizo sino crecer en todo el imperio.

A finales del s. XVI, el bueno de Yusai se iba haciendo viejo. Decidió retirarse a sus dominios en la provincia de Tango (al norte de Kyoto) y dejar los asuntos de la familia en manos de su hijo y heredero, Tadaoki. Pero, por desgracia, no iba a poder disfrutar de la tranquilidad de sus fincas mucho tiempo. Tras un breve intervalo de paz, en 1600 Japón entero volvía a estar en pie de guerra. Hideyoshi, amo y señor del país, había muerto dejando como heredero a su hijo aún niño, y el recién unificado imperio amenazaba con hacerse pedazos de nuevo. El país se dividió en dos bandos: los partidarios del poderoso Tokugawa Ieyasu, en el Este, y los del heredero de Hideyoshi, en el Oeste. Ambas facciones acabarían chocando en la madre de todas las batallas, Sekigahara, donde se decidiría el destino de la nación. Si se nos permite el spoiler, diremos que la cosa acabó con victoria total de los Tokugawa.

Todos los grandes clanes se vieron obligados a tomar partido: Este u Oeste, Tokugawa o Toyotomi. La familia Hosokawa se declaró del lado Tokugawa. Tadaoki, el joven líder del clan, partió a la batalla con el grueso de sus legiones, y su padre Yusai quedó en Tango cuidando del feudo familiar. Pero en los prolegómenos del choque final entre ambos ejércitos, un contingente de 15.000 hombres de las fuerzas Toyotomi se adentró en Tango y puso sitio al castillo de Tanabe, donde el anciano Yusai residía. La guarnición que le quedaba era de apenas 500 hombres, mas no estaban dispuestos a rendirse. Por mucha fama de hombre de letras que tuviera, Yusai era ante todo un samurái, y como tal debía de comportarse. A sus 66 años, superado en número por prácticamente 30 hombres a 1, Hosokawa Yusai se aprestó para la batalla. El viejo poeta iba a vender cara su vida.

Castillo de Tanabe

Castillo de Tanabe

Con una superioridad tan aplastante, el asedio debería haber sido pan comido para el ejército del Oeste. Sin embargo, las cosas no se desarrollaron a la manera habitual. El prestigio de Yusai le precedía, y el aprecio que se le tenía en todo el imperio a este sabio venerable era inmenso. El respeto que inspiraba en los propios soldados enemigos era tal, que no pusieron demasiado empeño en ganar la batalla. Muchos de aquellos samuráis habían sido pupilos de Yusai en la corte de Hideyoshi unos años antes. Llegaron a «olvidarse» convenientemente de cargar los cañones con balas a la hora de bombardear el castillo. Los disparos de los artilleros Toyotomi eran simples salvas de fogueo. No querían acabar con una gloria nacional.

Cañones asedio

Entre unos atacantes sin excesivas ganas de combatir y un defensor amante de la poesía y la porcelana fina, aquel debió de ser el asedio más pacífico de la historia de Japón. Pero tampoco era todo sake y rosas. Yusai se enfrentaba a una situación límite, y en esa batalla se arriesgaba a perder algo más que su honor y sus tierras. A lo largo de los años, el anciano esteta había ido acumulando en su castillo una exquisita colección de pinturas, manuscritos y obras de arte de valor incalculable. Piezas únicas en todo Japón. Para que no se dañaran en el asedio, quiso ponerlas a salvo, y la mejor solución era enviárselas al mismísimo emperador para dejarlas bajo su custodia. La corte de Kyoto era el único destino digno para la colección de Yusai. Sin tiempo que perder, mandó un emisario a palacio y el hijo del cielo atendió a sus ruegos. Ambos bandos acordaron un alto al fuego (aunque fuego, precisamente, no había mucho) para que se pudieran evacuar… los libros.

Preocupado por el destino del anciano Yusai, en su regio mensaje el emperador también lo conminaba a rendirse. En aquellos tiempos el emperador de Japón era una figura meramente decorativa que apenas pintaba nada en la política del país. Vivía apartado del mundo en su corte de Kyoto, por encima del bien y del mal, y cumplía un papel puramente ceremonial. Pero el respeto que inspiraba su figura era absoluto. Pocas veces abría la boca pero, cuando lo hacía, su palabra era ley. Lamentaba profundamente que la valiosa vida de un humanista de la talla de Yusai se pusiera tontamente en riesgo en aquella estúpida batalla. Con apenas 500 efectivos, no tenía ninguna oportunidad de resistir un asalto serio. Seguir luchando era a todas luces un suicidio. Pero Yusai era samurái antes que sabio, y estaba empeñado en demostrarlo. No se iba a rendir a los Toyotomi.

Por desgracia para el empecinado anciano, el emperador tampoco estaba dispuesto a dejarlo morir. Su siguiente mensaje ya no fue ningún ruego, sino una orden directa: su vida era demasiado preciosa para el imperio, y no podía tirarla a la basura alegremente. Debía claudicar y evacuar el castillo de inmediato. Ante tal ultimátum, Yusai no pudo negarse: el 19 de octubre de 1600 rindió el castillo al ejército del Oeste. Los asaltantes lo dejaron salir con sus hombres y Yusai, harto de batallas, se retiró a Kyoto para dedicarse a las artes a tiempo completo. En cualquier caso, su terca resistencia había rendido un buen servicio a la causa de su señor Tokugawa: había tenido ocupado durante casi dos meses a un contingente entero de tropas enemigas, soldados que ya no llegarían a tiempo de participar en la gran batalla decisiva.

Yusai vivió hasta la venerable edad de 76 años, esta vez sin guerras que le amargaran la existencia. Dedicado por entero a sus versos y sus cerámicas, pasó sus últimos días tal y como siempre quiso. Pero nadie dudaba de que, cuando la ocasión lo requería, aquel abuelete sibarita y refinado sabía luchar y morir como un verdadero samurái. Así era Hosokawa Yusai, el epítome del ideal caballeresco de su época. El guerrero que blandía con igual destreza la pluma que la espada.

Colaboración de R. Ibarzabal de Historias de Samuráis

Fuentes e imágenes: Sekigahara 1600: The final struggle for power – A.J. Bryant, The Samurais Archives