Giovanni Battista Bugatti fue el verdugo de los Estados Pontificios desde 1796 hasta 1865, cuando se jubiló a los 85 años. También llamado maestro di Giustizia, del que deriva su apodo Mastro Titta. Y digo lo del peor médico de la historia porque él mismo llamaba pacientes a sus víctimas y cuando aplicaba sus tratamientos… todos morían.

Giovanni se puso al servicio de la Iglesia en 1796 y desde esa fecha se cuentan 516 ejecuciones con un amplia variedad de tratamientos: hacha -su favorita-, guillotina, ahorcamiento… El número de ejecuciones era tan preciso porque Giovanni llevaba un diario con todas ellas en las que anotaba fecha, víctima, delito y tratamiento aplicado. Entre ejecución y ejecución, se distraía ayudando en la pequeña tienda de souvenirs que su mujer tenía junto a su casa en el Trastevere, en la orilla derecha del Tíber. Se dice que sólo atravesaba el puente Sant’Angelo cuando tenía que ir a trabajar al otro lado del río en Campo dei Fiori, Piazza del Popolo y la Piazza del Velabro. De hecho, algunas expresiones de la época hacían referencia a Mastro Titta: “non passare ponte”, significaba que todo estaba en calma y tranquilo; “passa ponte”, el verdugo pasaba el puente y alguien iba a morir.

Mastro Titta verdugo

Después de un año viajando por los pueblos y ciudades de Italia, el escritor Charles Dickens publicó Estampas de Italia (1846). Un libro de historias cotidianas de los pueblos y gentes de Italia en el que se incluye, y describe, una ejecución a la que asistió en Roma y cuyo verdugo no era otro que el Mastro Titta.

Un domingo por la mañana (el 8 de mayo) decapitaron aquí a un hombre. Había atacado nueve o diez meses antes a una condesa bávara que peregrinaba a Roma […] le robó cuanto llevaba y la mató a palos con su propio cayado de peregrina. El hombre se había casado hacía poco y regaló algunos vestidos de la víctima a su esposa, diciéndole que se los había comprado en una feria. Pero la mujer había visto pasar por el pueblo a la condesa peregrina y reconoció algunas prendas. El marido le explicó entonces lo que había hecho. Ella se lo contó a un sacerdote en confesión, y cuatro días después del asesinato apresaron al hombre.
No hay fechas fijas para la administración de la justicia ni para su ejecución en este país incomprensible; y el hombre había permanecido en la cárcel desde entonces. […] La decapitación estaba fijada para las nueve menos cuarto de la mañana. Me acompañaron dos amigos. Y como sólo sabíamos que acudiría muchísima gente, llegamos a las siete y media. […] Era un objeto tosco [el patíbulo], sin pintar, de aspecto desvencijado y unos diez palmos de altura, en el que se alzaba un armazón en forma de horca, con la cuchilla (una masa impresionante de hierro, dispuesta para caer), que resplandecía al sol matinal cuando este asomaba de vez en cuando tras una nube.

Dieron las nueve y las diez y no pasó nada. […] Dieron las once y todo seguía igual. Recorrió la multitud el rumor de que el reo no se confesaría; en cuyo caso, los sacerdotes le retendrían hasta la hora del avemaría (el atardecer); pues tienen la misericordiosa costumbre de no apartar hasta entonces el crucifijo de un hombre en semejante trance, como el que se niega a confesarse y, por lo tanto, es un pecador abandonado del Salvador. La gente empezó a retirarse poco a poco. Los oficiales se encogían de hombros y se mostraban dubitativos. […] Se oyó de pronto ruido de trompetas. Los soldados de a pie se pusieron firmes, desfilaron hacia el patíbulo y lo rodearon en formación. La guillotina se convirtió en el centro de un bosque de puntas de bayonetas y de sables brillantes. La gente se acercó más, por el flanco de los soldados. Un largo río de hombres y muchachos que habían acompañado al cortejo desde la prisión desembocó en el claro.

Tras una breve demora, vimos a unos monjes que se encaminaban hacia el patíbulo desde la iglesia; y por encima de sus cabezas, avanzando con triste parsimonia, la imagen de un Cristo crucificado bajo un doselete negro. Lo llevaron hasta el pie del patíbulo, a la parte delantera, y lo colocaron allí mirando al reo, que pudo verlo al final. No estaba en su sitio cuando él apareció en la plataforma descalzo, con las manos atadas y el cuello y el escote de la camisa cortados casi hasta los hombros. Era un individuo joven (veintiséis años), vigoroso y bien plantado. De cara pálida, bigotillo oscuro y cabello castaño oscuro. Al parecer se había negado a confesarse si no iba a verle su mujer, y habían tenido que mandar una escolta a buscarla; esa era la razón de la demora.

Se arrodilló enseguida debajo de la cuchilla. Colocó el cuello en el agujero hecho en un travesaño para tal fin y lo cerraron también por arriba con otro, igual que una picota. Justo debajo de él había una bolsa de cuero, a la que cayó inmediatamente su cabeza. El verdugo la agarró por el pelo, la alzó y dio una vuelta al patíbulo mostrándosela a la gente, casi antes de que uno se diera cuenta de que la cuchilla había caído pesadamente con un sonido vibrante. Cuando ya había pasado por los cuatro lados del patíbulo, la colocó en un palo delante: un trozo pequeño de blanco y negro para que la larga calle lo viera y las moscas se posaran en él. Tenía los ojos hacia arriba, como si hubiera evitado la visión de la bolsa de cuero y mirado hacia el crucifijo. Todos los signos vitales habían desaparecido de ella. Estaba apagada, fría, lívida y pálida. Y lo mismo el cuerpo.
Había muchísima sangre. Dejamos la ventana y nos acercamos al patíbulo, estaba muy sucio; uno de los dos hombres que echaba agua en el mismo se volvió a ayudar al otro a alzar el cuerpo y meterlo en una caja, y caminaba como si lo hiciera por el fango. Resultaba extraña la aparente desaparición del cuello. La cuchilla había cercenado la cabeza con tal precisión que parecía un milagro que no le hubiera cortado la barbilla o rebanado las orejas; y tampoco se veía en el cuerpo, que parecía cortado a ras de los hombros.

Nadie se preocupaba ni se mostraba afectado en absoluto. No vi ninguna manifestación de dolor, compasión, indignación o pesar. Me tantearon los bolsillos vacíos varias veces cuando estábamos entre la multitud delante del patíbulo mientras colocaban el cadáver en su ataúd. Era un espectáculo desagradable, sucio, descuidado y nauseabundo; no significaba nada más que carnicería aparte del interés momentáneo para el único desdichado actor. ¡Sí! Un espectáculo así tiene un significado y es una advertencia. […] El verdugo, que no se atrevía, por su vida, a cruzar el puente de Sant’Angelo más que para cumplir su cometido, se retiró a su guarida, y el espectáculo acabó.

Mastro Titta

En 1865, el Papa Pío IX lo jubiló con una pensión mensual de 30 escudos.

Si viajáis a Roma no os sorprendáis si encontráis restaurantes, pizzerías, bares, alojamientos… con el nombre de Mastro Titta, e incluso se pueden ver sus ropas y algunos de sus especiales tratamientos en el Museo de Criminología.

Fuente: «De lo humano y lo divino«