Probablemente, la única cosa en la que Corea del Norte y Corea del Sur estén de acuerdo es en la manía que le tienen a su vecino Japón. Cualquiera que esté un poco al tanto de la movida geopolítica en el noreste asiático sabrá que entre los tres países no reina la concordia, precisamente. Pero la mala sangre viene de lejos, de mucho más antiguo que los dimes y diretes que tuvieron a cuenta de la Segunda Guerra Mundial. A finales del siglo XVI, Japón intentó conquistar Corea no una, sino dos veces… Y estuvo en un tris de conseguirlo. Los monumentales problemas logísticos, la intervención in extremis de China, que veía que una horda de samuráis con muy mala baba estaba a un paso de plantársele en la frontera, y la debilidad de la armada japonesa, estrepitosamente derrotada por la flota coreana, acabaron por dar al traste con ambas expediciones. Si los generales japoneses se hubieran dedicado menos a la caza del tigre y más a coordinar sus movimientos, en vez de competir entre ellos por ver quién avanzaba más rápido y tomaba primero tal castillo o conquistaba tal ciudad, tal vez la historia de Asia sería hoy diferente. Pero no estuvieron por la labor, y la aventura acabó en un desastre de proporciones épicas para todos los implicados.

A día de hoy, sigue sin saberse a ciencia cierta qué mosca les picó para meterse en semejante embolado. Peor aún, se supone que la idea era conquistar China, y el paso por Corea solo era un mero trámite. Corría el año 1592 y Japón conocía la paz por primera vez en casi cien años tras un interminable período de guerras civiles. Toyotomi Hideyoshi, el segundo de los grandes unificadores del país, acababa de culminar la obra empezada por su antecesor, Oda Nobunaga, y que unos años después remataría definitivamente Tokugawa Ieyasu. El imperio insular estaba unido y en paz, y Hideyoshi, pese a carecer del linaje necesario para reclamar el título de Shogun, era el amo absoluto del cotarro. El rey de facto de Japón. Pero se ve que no le parecía suficiente. Hideyoshi estaba emperrado en conquistar China. Hay quien dice que era una manera como cualquier otra de mantener a sus belicosos vasallos ocupados. Con el país recién pacificado y un par de millones de samuráis a punto de engrosar las filas del paro, mejor darles algo con qué distraerse, no se les fuera a ocurrir levantarse en armas contra el nuevo gobierno. O tal vez fuera un simple caso de megalomanía. En sus últimos años, el antaño brillante Hideyoshi empezó a dar claros signos de demencia, y la desastrosa campaña coreana bien pudo ser fruto de uno de sus ramalazos.

Invasión Corea

En todo caso, el proyecto colonial de Hideyoshi acabó en un tremendo descalabro. Y, aunque los japoneses hubieron de volver a casa con el rabo entre las piernas, el rastro de horror y desolación que dejaron en tierras coreanas tardaría siglos en olvidarse. Cierto es que en todas las guerras se cometen tropelías para dar y tomar, y más aún en aquellos tiempos, pero los samuráis en Corea se pasaron unos cuantos pueblos. En comparación, las masacres del ejército imperial japonés 300 años después parecen un juego de niños. Entre las muchas barbaridades perpetradas destaca la poco edificante costumbre de mutilar cadáveres para hacerse con trofeos de guerra. En aquellos tiempos, era habitual en Japón cortar las cabezas de los adversarios caídos y presentarlas al final de la batalla para mostrar al mundo lo mucho y bien que mataba cada uno. A más cabezas cortadas, más probabilidades de ascenso. La costumbre venía de antiguo y, aunque poco a poco iba cayendo en desuso, aún se estilaba eso del recuento de testas al terminar la carnicería de turno. Los japoneses siempre han sido amantes de mantener vivas las tradiciones. Pero había un pequeño problema… el comandante en jefe de la campaña, quien decidía las recompensas de los esforzados samuráis, era Hideyoshi. Y este estaba en Osaka, a cientos de kilómetros de distancia de donde se cortaban las cabezas y con un mar por en medio. La logística de enviar semejantes trofeos era más bien complicada. Hideyoshi, siempre ocurrente, dio con la solución: no hacía falta enviar la cabeza entera, bastaba con cortar la nariz, o en su caso una oreja, y enviarla por barco. Previamente encurtida y conservada en salmuera, claro, cual pepinillo en lata.

Así pues, mientras duró la guerra con Japón, el principal artículo de exportación coreana fueron las narices humanas recién cortadas. Se enviaban por miles, cada una de ellas debidamente etiquetada con el nombre y datos de su aguerrido recolector. Evidentemente, si con las cabezas cortadas ya había mucha picaresca y, con tal de adjudicarse el mérito de la pieza, se acababan rebanando pescuezos de guerreros caídos por el campo de batalla de forma indiscriminada, con las orejas y las narices pasó tres cuartos de lo mismo. Solo que, esta vez, el engaño tomaba un giro bastante más macabro. No pocas veces los japoneses acabaron rebanando los apéndices nasales de civiles y campesinos, mujeres y niños incluidos, para hacerlos pasar por los de soldados enemigos vencidos. A fin de cuentas, en la lejana Osaka nadie iba a saber a quién pertenecían en realidad.

Auténticos o falsos, Hideyoshi acabó juntándose en su cuartel general con tal cantidad de estos siniestros trofeos que pronto no supo qué hacer con ellos. No había dónde meter tanto apéndice en conserva. Así que no se le ocurrió otra cosa que mandar enterrarlos junto a un templo en Kyoto, esperando apaciguar de paso los espíritus de sus desdichados dueños… y el montón fue de tales dimensiones que acabó formando una colina de varios metros de altura. El sobrante, ya que allí seguía habiendo encurtido humano para dar y tomar, se envió a otras ciudades de Japón, donde se enterró formando montículos similares. Se los llamó “Mimizuka”, que viene a querer decir “colina de las orejas”, si bien lo que hay allí sepultado son narices en su mayoría.

Mimizuka

Hoy, más de 400 años después, la Mimizuka original sigue en pie, cubierta de hierba, rellena de tierra y carne humana. Cualquiera que se dé un paseo por los tranquilos arrabales al Este de Kyoto puede visitarla, si bien no es precisamente la atracción estrella de la vieja capital. Pocas guías turísticas la mencionan. Tampoco los libros de texto de los escolares japoneses. Tan solo una modesta placa conmemorativa, a la entrada del parquecillo donde se erige, recuerda la barbarie de aquella guerra y ruega por el descanso eterno de las pobres almas de los mutilados. Nadie en Japón parece querer acordarse de todo aquello. Prácticamente los únicos que visitan la Mimizuka hoy en día, además de los vecinos del barrio que cuidan de ella de manera desinteresada, son turistas coreanos. Han pasado cuatro siglos, pero las dos Coreas no olvidarán fácilmente aquel horror.

Colaboración de R. Ibarzabal

Fuentes e imágenes: Samurai Invasion: Japan’s Korean War 1592 -1598, Turnbull, Stephen