Normalmente se suele dar por supuesto que el primer historiador fue el griego Heródoto. En realidad, ya hubo antes de él individuos interesados en la Historia. El más antiguo del que tenemos noticia fue el rey Nabónido (en acadio Nabunaid), más conocido en los libros de texto por la triste circunstancia de ser el último rey de Babilonia.

Durante toda su vida fue un monarca polémico y, además, poco querido por sus súbditos. Subió al trono en circunstancias poco claras y en vez de ganarse a los poderosos, sobre todo a la clase sacerdotal, lo que hizo fue enemistarse con ellos. Era hijo de una sacerdotisa del dios Sin (Luna), la cual vivió hasta una edad avanzada e influyó demasiado en el retoño. Por ello desplazó del principal puesto del culto al dios Marduk, colocando a Sin en su lugar. No descuidó los otros cultos, pero realizó un cambio religioso y, como bien sabemos, cambiar un dios de sitio produce desagradables efectos secundarios en el pueblo llano (y en los sacerdotes que ven que el cepillo se vacía).

Nabónido

 

Como gobernante fue desastroso, pero demostró poseer un gran amor por los objetos y sucesos anteriores a su reinado. Realizó excavaciones, algunas de ellas personalmente, en las antiguas ciudades sumerias y acadias, ya en franca decadencia, e hizo trasladar a Babilonia las estatuas de reyes y dioses que fueron encontradas, así como estelas con textos conmemorativos. Se piensa que su deseo era crear un lugar donde las gentes admirasen las glorias de los reyes antiguos, o sea, lo que hoy llamaríamos “museo”. Asimismo, no dudó en hacer copias de los centenares de miles de tablillas de la biblioteca real, para lo que tuvo que contratar a numerosos escribas y abrir talleres. Estaba tan obsesionado porque se conservaran las crónicas de los distintos reinados, que a él se atribuye la invención de una mezcla especial de arcilla y betún con la que las tablillas se conservaron mucho mejor. Gracias a ello, dicha biblioteca se conserva hoy día en su casi totalidad.

Crónicas Nabónido

Pero cometió el error de apoyar al rey Creso de Lidia en sus pendencias con Ciro II el Grande, rey de Persia. Éste, sabiendo que el pueblo le tenía inquina, decidió apoderarse de Babilonia. Otro rey cualquiera habría preparado sus ejércitos, pero Nabónido prefirió hacer las cosas a su manera. Ordenó que todas las estatuas de los grandes dioses de Sumer y Akhad fuesen trasladadas a la capital. A efectos prácticos, esto equivalía a convocar una “asamblea de dioses” en Babilonia; en suma, una forma religiosa de intentar conseguir el apoyo a su persona de todo ser con tiara de cuernos. Pero solo consiguió enfadar a las ciudades de los dos ríos, las cuales, aparte de una batalla en la que los babilonios no participaron con mucho entusiasmo, se fueron entregando a Ciro sin lanzar una sola flecha con la promesa del persa de devolver los ídolos a su lugar. No valió de nada que Nabónido ordenara incluso reparar las estatuas que estaban en mal estado. Ciro entró en Babilonia aclamado por la multitud y tuvo el descaro de arreglar los desperfectos de la Puerta de Enlil, por la que habían entrado sus tropas mientras los soldados babilonios fingían que no estaban viendo nada (miraban a otro lado disimuladamente, se limaban las uñas, silbaban tonadillas populares y hablaban de mujeres). Ciro no encontró en Babilonia armas de destrucción masiva, sólo las estatuas de los dioses que devolvió puntualmente a sus templos.
Pero los objetos procedentes de excavaciones se quedaron en Babilonia, pues ya no había edificios donde devolverlos y, gracias a esa circunstancia, los encontramos al excavar a principios del siglo XX en las ruinas de la ciudad.

Babilonia tomada por Ciro

Babilonia tomada por Ciro

Por una parte, un arqueólogo moderno sentiría escalofríos al pensar en cómo Nabónido excavó las ruinas y su metodología, pero algunas estatuas o estelas se habrían perdido para siempre de no haber sido por su trabajo. Un ejemplo lo tenemos en las correspondientes al Período Acadio. Cuando el rey babilónico excavó en la antigua capital, Agadé, era poco menos que un villorrio con cuatro casas. Tiempo después dejó de estar habitada y su ubicación se perdió. A día de hoy aún no ha sido encontrada, y si es verdad, como opinan algunos arqueólogos, que estaría sepultada bajo el extrarradio de la actual Bagdad, podría considerarse poco menos que perdida para siempre. Sin la intervención de Nabónido, apenas quedaría nada de los reyes acadios ni sabríamos su historia.

Respecto al rey/arqueólogo babilónico, parece que se entregó como prisionero a Ciro II el Grande. Algunos opinan que fue ejecutado, pero sabemos que el rey persa no era aficionado a matar a otros reyes. Prefería darles un cachete de advertencia y luego perdonarles la vida, como hizo con Creso de Lidia. Según Heródoto, lo condenó primero a muerte en la hoguera, y cuando estaba ante las llamas lo indultó y puso de consejero en su corte real. Otra versión dice que Nabónido fue perdonado y que acabó sus días viviendo plácidamente en Carmania, tal vez añorando el museo que nunca pudo inaugurar.

Colaboración de Joshua BedwyR autor de En un mundo azul oscuro