Todavía recuerdo a mi madre en su vieja máquina de coser Singer en la que pasaba horas y horas dándole al pedal para coser, coger el dobladillo de un pantalón, confeccionarse una falda… lo que hiciese menester, porque mi madre, como todas las de su edad, tenía alma de modista. Por eso, cuando descubrí esta historia, me pareció sorprendente que una simple aguja se pudiese convertir en un arma letal (cuando se pinchaba, mi madre no iba más allá de un simple ¡ay!).

El 23 de diciembre de 1941, se recibía un extraño pedido en la fábrica de las máquinas de coser Singer en Bristol (Inglaterra): el mayor pedido de agujas de coser de la historia pero no de agujas estándar, sino unas muy determinadas según las especificaciones que se adjuntaban. Al día siguiente, un ejecutivo de Singer contestó:

No estamos seguros exactamente de lo que quieren. Según sus especificaciones, parece que necesitan las agujas para algún propósito que nada tiene que ver con las máquinas de coser.

Se me olvidaba comentar un pequeño detalle: el pedido se hizo desde Porton Down en Wiltshire (Inglaterra), el Centro de Investigación del Ministerio de la Guerra donde se experimentaba con armas químicas y biológicas. Dejaremos a un lado las pruebas con animales e incluso con soldados que fueron engañados para servir de cobayas, y nos centraremos en las letales agujas.

Los investigadores de Porton Down, encabezados por el bacteriólogo británico Paul Fildes y con la asistencia de colegas canadienses y estadounidenses, trabajaban para desarrollar un arma letal, pero no destructiva, que podría ser más eficaz contra las tropas en terreno abierto o en las trincheras que las bombas convencionales o el gas mostaza: dardos con antrax o ricina. Cada dardo consistía en una aguja de acero hueca -las pedidas a Singer- con una cola de papel; la punta de la aguja tenía un pequeño depósito con la toxina (antrax o ricina) sellado con de algodón y cera, y sobre el depósito una especie de émbolo que al clavarse el dardo haría que por la inercia inyectase la toxina.

Aguja veneno

La idea era bombardear las tropas enemigas con una especie de bombas de racimo y en cada una de ellos 30.000 dardos envenenados. Se realizaron pruebas con animales para calcular los porcentajes de acierto sobre las tropas enemigas y los resultados iban desde un 90 % para un soldado en posición horizontal en un terreno abierto hasta un 17 % para los que estaban en las trincheras. Las consecuencias de que uno solo de estos dardos se clavase eran brutales: si no se arrancaba la aguja antes de 30 segundos, estabas muerto en menos de 30 minutos después de terribles convulsiones; y aún en el caso de arrancarla antes, sufriría un colapso en 5 minutos que lo dejaría incapaz de seguir luchando. Todas las pruebas realizadas fueron un éxito y su fabricación era muy barata, pero se desecharon porque el Ministerio de la Guerra las encontró ineficaces cuando las tropas enemigas se pusiesen a cubierto en edificios o vehículos, algo que no ocurría con las destructivas bombas convencionales.

Fuentes e imagen: BBC, Telegraph