En su génesis los dichos siempre han sido localistas, pero el azar o su carga intrínseca de universalismo les fueron proporcionando con el tiempo un distinto grado de generalización en el uso y el habla popular fuera de sus fronteras naturales. La expresión “¡Al cochero lo que quiera, y al caballo una torrija!” es de las que se ha quedado en su pueblo, que es Madrid y que aun siendo ciudad tan grande sale el sol por la mañana y se pone por la tarde.

Precisando su origen, éste tuvo lugar en la taberna Antonio Sánchez, sita en el punto en el que la calle de Mesón de Paredes deja a su espalda la plaza de Tirso de Molina para empezar a bajar hacía la de Lavapiés. El local, de finales del primer tercio del siglo XIX, fue propiedad de Colita, matador de novillos-toros, del diestro Cara Ancha y del valdepeñero vendedor de vinos Antonio Sánchez, para terminar por fin en manos de otro torero, el hijo del vinatero y también de nombre Antonio Sánchez. Fue a su madre, doña Dolores Ugarte, a quien se le ocurrió empezar a hacer torrijas como tapa de los chatos de vino que se jarreaban los parroquianos, pero el éxito del dulce bocado fue tal que pronto empezó a venderlas por docenas y, según cuenta Díaz-Cañabate en su Historia de una taberna, hasta dos mil diarias se llegaron a despachar en los años treinta. Allí iban a beber y a comer torrijas, entre muchísimos otros, el rey Alfonso XIII, el Chepa de Quismondo, y El Madriles, conductor de simón, un tipo de carruaje ligero que, tirado por un caballo, había hecho fortuna en las calles de Madrid desde mediados del siglo XVIII.

Taberna Antonio Sanchez

No había tarde-noche que El Madriles faltara a su cita en la taberna de Antonio Sánchez y si por cualquier razón se despistaba, el caballo, de nombre Chótis, se encargaba de recordárselo conduciendo hasta allí sus pasos por propia equina iniciativa. A alguien se le ocurrió un buen día invitar al auriga y a su pareja de hecho, haciendo la comanda al tabernero con un “¡Al cochero lo que quiera, y al caballo una torrija!”, y al poco la cosa del invitar y del decir se puso de moda entre los señoritos calavera que se dejaban caer por el garito en el antes o el después de su visita a las casas de lenocinio que por allí abundaban.

De la taberna de Antonio Sánchez el dicho saltó a otros locales de los llamados barrios bajos madrileños y de allí a la fraseología castiza del p’a qué soy requerido, de forma y manera que para obtener el certificado de “gato” legítimo, con doble cremallera y tracción trasera, es preciso y necesario haberlo pronunciado por lo menos medio centenar de veces en taberna capitalina de solera.

Posdata: El Chepa de Quismondo acabó colgado en las paredes del MoMA neoyorquino en lienzo de Ignacio Zuloaga y Chótis, una vez fenecido El Madriles, concluyó sus días pastando tranquilamente en la finca de una señora catalana, caritativa y afecta a la especie equina.