Tras la muerte de Nicolás IV, en abril de 1292, el cónclave se reunía para elegir el nuevo Papa pero el Colegio cardenalicio, formado por 12 miembros, estaba dividido entre los partidarios de los Orsini y los Colonna, lo que hacía imposible que ninguno de los candidatos propuestos por cada una de las facciones superase en número de votos a su oponente. Después de dos años de acusaciones, reproches… y demás lindezas, sólo un hombre ajeno a todas aquellas disputas podía poner de acuerdo al cónclave… Pietro di Murrone ¿Por qué Pietro no estaba involucrado en estas intrigas?

Pietro, nacido en Nápoles, era un monje benedictino que a los pocos años de ser ordenado regresó a su tierra natal para convertirse en un eremita… cinco años de vida solitaria y ascética en una cueva en las montañas. Como ocurre en muchos de estos casos, muy a su pesar, las gentes del lugar comenzaron a visitarlo e incluso varios de ellos decidieron acompañar a Pietro en su retiro, lo que sería el germen de la orden de los Celestinos que aprobaría años más tarde Urbano IV. Pietro sólo aceptó el nombramiento cuando le hicieron ver que la voluntad divina estaba por encima de la suya propia. En 1294 era nombrado Papa con el nombre de Celestino V.

Su primera decisión fue trasladar la sede papal a Nápoles, lejos de las intrigas de Roma. Aunque lo intentó, pronto se dio cuenta de que no estaba preparado y tan sólo cinco meses después decidió renunciar: emitió un decreto por el que se permitía la renuncia papal y, lógicamente, fue el primero en utilizarlo. Regresó a su vida ascética en su antigua morada, la cueva de la que nunca debió haber salido.

Al cabo de nueve días, el nuevo cónclave elegía a Benedetto Gaetani, de los Colonna, como nuevo Papa. Bonifacio VIII, nombre que eligió Benedetto, volvió a trasladar la sede papal a Roma y ordenó capturar al anterior Papa. Aunque Pietro hubiese renunciado, seguía teniendo muchos adeptos y Bonifacio entendía que aquella situación menoscababa su autoridad. El ermitaño intentó huir a Grecia pero fue capturado y encerrado en el castillo de Fumore. Tras 9 meses de encierro y oración -dicen que incluso de ayuno- fallecía. Seguro que en algún momento de esos 9 meses pronunció la frase “con lo bien que estaba yo en mi cueva”.

Bonifacio VIII

Bonifacio VIII

Después de algunos enfrentamientos con varios reyes por ver quién meaba más lejos y con las arcas de la Iglesia temblando, se le ocurrió una idea para volver a llenarlas: en 1300 promulgó el primer Año Santo, todos los peregrinos que visitasen la basílica de San Pedro obtendría una indulgencia plenaria. Aquella brutal promoción turístico-religiosa para la ciudad de Roma, que los posaderos y comerciantes supieron agradecerle, fue todo un éxito: se calcula que unas 200.000 personas, entre devotos cristianos y los parásitos (rateros, prostitutas…) que suelen acompañar las migraciones masivas, visitaron la ciudad. Durante la celebración del Año Santo, la gente se agolpaba en las calles cercanas a la plaza de San Pedro impidiendo el paso de los carruajes, lo que ocasionó numerosos incidentes. Para poner orden en medio de aquel caos, el Papa ordenó que marcasen con líneas blancas la parte central de las calles para que de un lado cruzasen los carruajes y del otro los peatones.

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