Actualmente, cuando cogemos un libro en nuestras manos, no siempre somos conscientes de que perpetuamos una tradición de más de 2000 años de historia y que tuvo su origen en los cuadernos formados por varias tablillas de cera que los romanos usaron a finales de la República. La palabra libro procede, de hecho, del latín “liber” que aludía a la corteza del árbol usada como el soporte de las tablillas de cera utilizadas para escribir cartas, notas o textos de corta extensión.

Aunque, de todos modos, la forma habitual del libro en la Roma imperial era el rollo de papiro. Los tallos de la planta se cortaban y se prensaban para obtener unas finas tiras que, posteriormente, se entrelazaban en forma horizontal y vertical para obtener unas láminas de unos siete u ocho metros de longitud dispuestas para su uso. El texto se disponía en columnas, por lo que el lector tenía que ir desenrollando el libro con una mano mientras lo iba enrollando con la otra. Pero la fragilidad del rollo de papiro, el hecho de que una sola obra precisara varios volúmenes o rollos para contenerla y el mayor costo del material hizo que a partir del siglo IV d.C. triunfara el códice de pergamino hecho con pieles de animales secas: más barato y manejable, imponiéndose al rollo. Excepto los poemas y las cartas, que normalmente se escribían por el propio autor, el resto de géneros literarios eran dictados a uno o varios copistas. Así lo hacían César, Cicerón o los dos Plinios.

El negocio editorial

Una vez el autor había acabado el manuscrito original, comenzaba el circuito del libro propiamente dicho. Algunos autores que trabajaban al dictado usaban sus propios copistas, generalmente esclavos o libertos, para producir algunas copias privadas que distribuían gratuitamente entre amigos con el doble ánimo de hacer un regalo y recabar críticas o consejos de cara a la futura edición comercial. También era usual que los autores organizaran lecturas públicas de sus manuscritos pero rara vez motivaban un interés sincero entre los invitados a escucharlas, pues eran tan habituales y de tan variado interés que Plinio cuenta que era raro el día en que no había una o dos en Roma. Cuando la lectura se llevaba a cabo antes de la edición y venta de ejemplares, los comentarios de los asistentes sí eran decisivos a la hora de animar a los editores a invertir o no en la publicación. La figura del editor en la Antigua Roma tiene en Tito Pomponio Ático a su máximo representante. Era un hombre de vasta cultura y grandes recursos económicos, que se convirtió en el editor exclusivo de las obras de Cicerón hacia la década de los años 50 a.C.

Me vais a permitir un pequeño inciso ya que hablamos de Cicerón… Marco Tulio Tirón era un esclavo de Cicerón que desempeñaba las tareas de lo que hoy sería un secretario personal. Tirón debía tomar nota de todo lo que Cicerón le ordenaba; en muchas ocasiones de todo lo que se deliberaba en el Senado. Para ello, desarrolló un sistema de escritura abreviada que le permitía transcribir fielmente los discursos y cartas a la misma velocidad a la que se hablaba. A aquel sistema se le llamó notas tironianas. El uso de estas notas, por ser útil y práctico, se extendió más tarde por todo el Imperio y a los especialistas en este sistema de escritura se les llamó notarii… origen del término notario. A las notas tironianas se las podría considerar el origen de la taquigrafía.

Tito Pomplio Ático

Tito Pomplio Ático

Volviendo a la edición… El negocio de Tito Pomponio Ático funcionaba de la siguiente manera: Cicerón entregaba sus manuscritos a Ático; éste tenía un taller de copia en el monte Quirinal con una plantilla de copistas (librarios) y de correctores (anagnostas) que producían en pocas semanas muchas copias de alta calidad caligráfica. Los librarios copiaban al dictado del editor y, posteriormente, los anagnostas corregían las copias. Se podían realizar “tiradas” de varias decenas de ejemplares en pocas semanas, aunque nunca se alcanzaban las tiradas de miles de copias como Nunca me aprendí la lista de los reyes godos o De lo humano y lo divino. Otros editores conocidos fueron los hermanos Sosios, editores de Horacio, que poseían un negocio cerca del arco de Jano; el griego Doro, editor de la monumental “Historia” de Tito Livio; o Trifón, editor de Quintiliano y Marcial.

Los costos de la edición corrían a cargo del editor pero si se deseaba realizar una edición más lujosa o de mayor tirada, el autor debía asumir parte del coste. También existía la edición por encargo que solía ser financiada por algún rico lector a quien el autor había dedicado su obra. Así publicó, por ejemplo, el poeta Estacio.

Colaboración de Edmundo Pérez.
Fuentes e imagen: Qué leer en el mundo antiguo – Miguel Angel Novillo López, Juan Luis Posadas. Fotoimágenes