Vigésimo primera entrega de “Archienemigos de Roma“. Colaboración de Gabriel Castelló.

Nuestro nuevo archienemigo es un perfecto desconocido, pero su innegable capacidad militar propició uno de los mayores desastres militares de la república de Roma en el siglo I a.C. Una de las consecuencias de la batalla de Carrhae fue la aceleración del fin de la República, así como el germen de una leyenda tan inmortal como aquella batalla: La legión perdida.

Se supone que Surena nació sobre el 82 a.C. en el seno de la Casa de Suren, una de las familias aristocráticas más influyentes del antiguo Imperio Parto. Surena es la versión grecolatina del original Sûren, que fue un nombre bastante común en su época y entorno, incluso aún en la actual Armenia, pues en parto significa “el héroe”. Marcelino indicó que, además de un nombre, pudiese ser también un título hereditario: “La más alta dignidad en el Reino, al lado de la Corona, fue la de Surena, o Gran Comandante, y esta posición era hereditaria en una familia en particular”.

Surena

Fuese su verdadero nombre o sólo un título honorífico, Surena fue un hombre extraordinario. Así nos lo describió Plutarco en su “Vida de Craso”:

“Surena fue un hombre muy distinguido. En la riqueza, el nacimiento y en el honor tributado a él, se clasificó junto al rey, en valor y la capacidad fue el parto más importante de su tiempo, y en la estatura y la belleza personal que no tenía igual”

“…era el más alto y el mejor hombre, pero la delicadeza de sus gestos y afeminamiento de su vestido no prometía la hombría tanto como en realidad tenía, o su cara pintada, y su cabello peinado con raya a la manera de los medos”

Como detalle adicional para agrandar su persona, el historiador nos relata que Surena poseía una cantidad ingente de esclavos enrolados en su ejército personal que eran mantenidos por sus propios medios. Otras fuentes hacen a la Casa de Sûren señores del Sakastán, entre Arachosia y Drangiana, hoy el suroeste de Afganistán, siendo su padres Arakhsh y Massis.

Su aparición en la Historia tuvo lugar en el asedio de Seleucia del Tigris, fechada en el 54 a.C., donde Surena actuó como lugarteniente del rey Orodes II en su enfrentamiento familiar con Mitrídates III, hermano del rey y su adversario político. Las guerras y asesinatos entre la realeza irania fue común desde tiempos de los Aqueménidas, por lo que era del todo normal encontrarnos con reyes que debían su trono a la muerte de padres o hermanos. La situación geopolítica del Oriente Medio en aquellos años estaba poniéndose muy complicada. Roma estaba controlada por un pacto privado que hoy conocemos como triunvirato: Pompeyo, César y Craso eran los auténticos dueños de la República, estableciendo cada uno de ellos un área de influencia y enriquecimiento. Mientras César conquistaba las Galias y Pompeyo desde Roma delegaba en Afranio y Petreyo su control de Hispania, Craso, inmensamente rico pero carente del talento militar de sus socios, decidió que su gloria estaría en Oriente.

En el 53 a.C., Marco Licinio Craso, actuando como gobernador de Siria, se puso al frente de un ejército espectacular de siete legiones, además de 5.000 jinetes galos y 5.000 auxiliares, un montante de 44.000 hombres. Puede que dicho afán de gloria viniese por el consejo ponzoñoso de Ariamnes, un árabe que ayudó en su día a Pompeyo, pero que por entonces estaba a sueldo de Orodes II de Partia. Quizá fue él quien suscitó en Craso la idea de una victoria fácil cuando, en verdad, estaba enviando al triunviro y sus hombres a uno de los puntos más desolados de todo Oriente Medio. Su propio hijo Publio le acompañaba, dispuesto a llevar la frontera de Siria hasta más allá del Tigris y desestimando la ayuda militar que Artavasdes, rey de Armenia y aliado de la república, le ofrecía en su campaña parta. Orodes II pronto vio el peligro que podía suponer para su reino la irreflexiva ambición de Craso, pero también fue consciente de su ignorancia del terreno que pretendía conquistar. En vez de movilizar un gran ejército que frenase al romano, le encargó a su fiel jefe de la caballería, Surena, que fuese él quien se enfrentase a las legiones. El Rey Orodes movilizó a su ejército invadiendo Armenia, mientras que Surena partió al encuentro de Craso con 1.000 catafractos (caballería pesada) y 9.000 jinetes.

Catafracto

El 9 de Junio del 53 a.C. ambos ejércitos se toparon en la tórrida llanura de Carrhae (hoy Harrán, en Turquía) Surena sabía muy bien que no podía plantearle una batalla campal a Craso, donde la disciplina y superioridad numérica romana sería ventajosa para su adversario, por lo que utilizó a la perfección las mejores cualidades de sus hombres: su movilidad y eficacia con el arco parto, mucho más eficaz que el asirio y cuya curvatura imprimía mayor velocidad y potencia a las flechas, capaces de atravesar una hamata romana (cota de malla) a media distancia. Eran capaces de disparar sus flechas hasta en plena fuga…

Así fue como los jinetes partos comenzaron a hostigar a las legiones, llegando incluso a utilizar camellos para mantener el acoso mientras las monturas descansaban. Esta persistencia obligó a que Craso destacase a su hijo del grueso del ejército al frente de la caballería gala, enviándole a perseguir un presunto repliegue parto que resultó ser una carga de catafractos que acabó envolviendo a las tropas romanas en una inmensa polvareda hasta su exterminio. El coraje de los jinetes galos nada pudo hacer frete a verdaderos caballeros cubiertos de hierro hasta las cejas. La cabeza de Publio Licinio Craso acabó en la punta de un asta a la vista de las legiones.

Batalla de Carrhae

Desarticulada la caballería romana, Surena lanzó a todas sus tropas contra las legiones y el único alivio de Craso fue la llegada de la noche y la tregua forzosa que ello supuso. El triunviro se replegó hacia la ciudad de Carrhae, dejándose en el polvo a 4.000 heridos que los partos remataron en su persecución implacable. La noche siguiente, Craso hizo caso del consejo de un guía local que le propuso un camino seguro de vuelta a Siria. Su cuestor, Cayo Casio Longino, desconfió de aquel guía y sacó de allí en dirección contraria y por su propia cuenta y riesgo a 5.000 legionarios y 500 jinetes. Fueron los únicos que pudieron contar lo sucedido. A la mañana siguiente, el guía traidor condujo a las legiones de Craso a un terreno de difícil acceso sin más salida que el ejército de Surena, quien le propuso un pacto. Sin agua, sin refuerzos y sin suministros, presionado por sus hombres, Craso accedió a parlamentar. Durante aquel encuentro, Marco Licinio Craso fue ajusticiado, así como el resto de los legados que le acompañaban. Después de muerto, presuntamente Surena ordenó que le vertiesen oro derretido en la garganta, en un gesto simbólico de burla por la renombrada codicia de Craso. Según las fuentes clásicas, como Plutarco, 20.000 hombres fueron pasados a cuchillo en la polvorienta estepa de Carrhae y 10.000 acabaron como prisioneros del rey Orodes II, dando lugar a la fabulosa leyenda de la legión perdida. Las siete águilas de las legiones y la cabeza de Craso fueron enviadas al rey como macabros trofeos.

La aplastante victoria de Surena supuso su inmediata caída en desgracia ante el rey Orodes, temeroso del poder e influencia que había obtenido su súbdito gracias a tan extraordinaria empresa. El rey, sintiéndose amenazado por una posible traición de Surena, ordenó su muerte en el 52 a.C. La batalla de Carrhae no produjo un cambio fronterizo relevante (el cuestor Casio reorganizó Siria y conjuró las siguientes ofensivas partas) pero sí que supuso la ruptura del equilibrio de la República. Con la muerte de Craso, Pompeyo y César eran dos gallos en un mismo corral. La cruenta guerra civil que transformó la agónica República en el Principado tardaría sólo cuatro años en desatarse.