Novena entrega de “Archienemigos de Roma“. Colaboración de Gabriel Castelló.

Nuestra archienemiga de hoy es una de las mujeres más famosas de todos los tiempos, protagonista de multitud de ensayos, novelas y grandes producciones cinematográficas (quién no recuerda a una hermosísima Liz Taylor en su bañera de leche de burra) Por ello no centraré esta revisión de su vida y entorno en lo típico y tópico; veremos otros aspectos menos conocidos de la mujer que atrapó a dos de los hombres más importantes de los últimos tiempos de la República.

Su nombre completo fue Κλεοπάτρα Φιλοπάτωρ (Cleopatra Filopator Nea Thea) y era la séptima en llevar ese nombre dentro de la familia que dominaba el país del Nilo desde que Ptolomeo Soter, el diádoco de Alejandro, se estableciese en Egipto tras su muerte y, después de una cruenta guerra con sus antiguos compañeros, se autoproclamase faraón. Hija de Cleopatra V y Ptolomeo XII “Auletes” (le llamaban el “flautista” porque era un cretino vividor), nació en el 69 a.C.

Frente a lo que piensan algunos (que si era de piel oscura, o incluso de facciones negroides como reclaman algunas asociaciones de afro americanos estadounidenses), Cleopatra era totalmente griega. Los Lágidas adoptaron el ritual faraónico de casarse entre hermanos para preservar la sangre real, por lo que la reina del Nilo no tuvo ni una gota de sangre egipcia o africana. Lo que sí se sabe es que Cleopatra VII fue la primera reina ptolemaica que aprendió el idioma egipcio. Todos los testimonios de su tiempo indican que era una mujer muy inteligente, culta y refinada. Cuando se presentó en público por primera vez con catorce años, además de su griego vernáculo, ya hablaba egipcio demótico, hebreo, sirio, arameo y algo de latín. Como una especie de precursora de Hypatia, fue educada por un elenco de preceptores griegos y era mujer versada en literatura, música, política, matemáticas, medicina y astronomía. Plutarco dijo de ella:

Se pretende que su belleza, considerada en sí misma, no era tan incomparable como para causar asombro y admiración, pero su trato era tal, que resultaba imposible resistirse. Los encantos de su figura, secundados por las gentilezas de su conversación y por todas las gracias que se desprenden de una feliz personalidad, dejaban en la mente un aguijón que penetraba hasta lo más vivo. Poseía una voluptuosidad infinita al hablar, y tanta dulzura y armonía en el son de su voz que su lengua era como un instrumento de varias cuerdas que manejaba fácilmente y del que extraía, como bien le convenía, los más delicados matices del lenguaje; Platón reconoce cuatro tipos de halagos, pero ella tenía mil.

Cuando contaba con dieciocho años de edad, su padre se ahogó en el Nilo. A causa de su muerte, su hermano de doce años, Ptolomeo XIII, y ella heredaron Egipto como corregentes y esposos. No era su único hermano: tenía otro hermano y posteriormente esposo, Ptolomeo XIV, y tres hermanas más, dos mayores, Cleopatra VI (desaparecida misteriosamente) y Berenice IV, y una menor, Arsinoe IV.

Corría el otoño del 48 a.C. Egipto estaba medio arruinado cuando Cleopatra pugnó con su hermano por el trono y fue expatriada a Siria. Hambrunas, grandes desigualdades y permanentes intentos de usurpación, incluso por parte de su hermana Arsinoe, se prodigaban el país de las dos tierras. Su hermano y faraón, Ptolomeo XIII, era un niño en manos de tres intrigantes; el eunuco Potino, su preceptor Teodoro y el capitán de la guardia, Aquilas. Fueron estos tres hombres quienes decidieron asesinar a Pompeyo el Grande cuando, huyendo de Farsalia (Grecia), desembarcó en Egipto solicitando ayuda y asilo a Ptolomeo. Pensaron que así agradarían a César, cuando, en realidad, le enojaron al mostrarle la cabeza del que había sido su suegro. Lo pagaron caro.

César recibió en Alejandría a la aspirante, la cual se presentó ante él burlando la férrea vigilancia que había organizado Aquilas. El cónsul accedió a mediar entre los dos hermanos como testamentario del padre de ambos. Roma era desde hacía años tutora de Egipto a causa de las deudas astronómicas que arrastraban los últimos reyes lágidas.

Después de varios conflictos, el ataque de los partidarios de Ptolomeo a la ciudad que se saldó con el incendio de la Gran Biblioteca, intrigas, ejecuciones y batallas, Ptolomeo XIII murió ahogado en el Nilo, como su padre, Arsinoe fue conducida a Roma cargada de cadenas y Cleopatra quedó como única regente de Egipto, en connivencia con César, aliado y amante de la reina. Quizá su entrada triunfal en Roma junto al dictador provocó a los republicanos más acérrimos. Esta feliz unión se truncó los idus del 44 a.C. en las escaleras del teatro de Pompeyo. César fue asesinado por varios elementos tradicionalistas y Cleopatra tuvo que huir de Roma con su hijo Cesarión, fruto de su relación con César.

Nada más regresó a Egipto, ordenó envenenar a su hermano y esposo Ptolomeo XIV, evitando así cualquier conato de usurpación. La situación de Egipto era penosa: canales de regadío cegados, plagas y hambre por doquier. Poco más de un año después, otro romano arrogante y necesitado llamó a su puerta. Era Marco Antonio, fiel legado de su esposo asesinado y su más encarecido vengador. Antonio acababa de romper el equilibrio entre los tradicionalistas republicanos y sus compañeros de triunvirato Octavio Augusto, sucesor de César, y Lépido, un hombre de paja. Antonio le solicitó apoyo a Cleopatra, la cual accedió aún teniendo su país al borde de la ruina. Después de un sensual encuentro en Tarso, en su fastuoso trirreme real, Cleopatra exigió la ejecución de su hermana Arsinoe como requisito indispensable para prestarle ayuda a Antonio, el cual accedió a su propuesta. En aquella cita, ambos se enamoraron apasionadamente. Antonio volvió después a Roma y se casó con Octavia, la hermana de su por entonces amigo y futuro gran adversario. Cleopatra tuvo dos hijos con Antonio, Alejandro Helios y Cleopatra Selene.

Cuatro años después, Antonio volvió a Egipto y se desposó con su amada, sin haber repudiado antes a Octavia. Aquel tórrido adulterio fue el detonante de las hostilidades entre Octavio y Antonio. Mientras el primero soportaba penurias en Roma, fiel a su política de austeridad y trabajo, el segundo dilapidaba los recursos del Imperio desde su palacio de Alejandría. Octavio supo como poner en contra de Antonio a toda la mitad occidental del estado, sobretodo a las facciones más conservadoras del Senado que se escandalizaban de la vida licenciosa de Antonio y Cleopatra, acusada de regicidio, incesto, lujuria, etc. El punto crítico lo rebasó Octavio cuando, violando el secreto que lo protegía, leyó en público el testamento de Antonio en el Senado. El él le concedía arbitrariamente a su esposa el control de medio Oriente romano, le otorgaba el gobierno de Armenia y Cirene a sus dos hijos y, lo peor, mostraba su deseo de ser enterrado en Alejandría… Aquello soflamó a la rancia aristocracia romana, que le declaró la guerra a Egipto. Era el 32 a.C.

La batalla decisiva entre ambos contrincantes tuvo lugar en las costas de Actium (Grecia), el 2 de Septiembre del 31 a.C. La flota romana comandada por Agrippa arrinconó a la escuadra egipcia. Cleopatra huyó ante la presión romana y Antonio abandonó a sus hombres para reunirse con ella. Menos de un año después, en Julio del 30 a.C., Octavio entró en Alejandría. Antonio, crédulo de un informe falso que le anunció la muerte de su esposa, se suicidó clavándose su gladio. Octavio se reunió con Cleopatra. El princeps de Roma pretendía conducirla a Roma, pero ella sabía que si accedía a acompañarle desfilaría cargada de cadenas como había sucedido con su hermana Arsinoe. Viendo que no era capaz de seducirle con sus encantos, pues Octavio era hombre frío y calculador, optó por seguir a su marido hacia el mundo de los muertos. Según la versión más común, fue un áspid proporcionado por una de sus fieles esclavas quien tuvo el honor de privarle a Octavio Augusto del placer de mostrar a la arrogante reina de Egipto como su esclava. Era el 12 de Agosto del 30 a.C.