Este post no es una crítica a la Iglesia ni al Papa, Dios me libre, sólo la constatación de un hecho histórico.

En el año 330 el emperador Constantino I el Grande traslada la capital del Imperio Romano a Bizancio – renombrada como Constantinopla -, que tras la escisión se convertirá en la capital del Imperio Romano de Oriente.
Roma, la eterna capital del Imperio, queda huérfana del poder terrenal pero no del espiritual que asumió el obispo de Roma, Silvestre. Esta autoproclamación y reconocimiento de Roma como la sede del papado había que fundamentarla en argumentos «sólidos» para que nadie pudiera cuestionarla. Así que, manos a la obra.
En el Evangelio según San Mateo (cap. 16):

Y viniendo Jesús á las partes de Cesarea de Filipo, preguntó á sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?
Y ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; y otros, Elías; y otros; Jeremías, ó alguno de los profetas.
El les dice: Y vosotros, ¿quién decís que soy?
Y respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
Entonces, respondiendo Jesús, le dijo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te lo reveló carne ni sangre, mas mi Padre que está en los cielos.
Mas yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.

De esta forma se designaría a Pedro como el primer Papa y, hábilmente, Silvestre sitúa a Pedro en algún momento en Roma para demostrar que la «capital» del cristianismo debía ser Roma. De la estancia de Pedro en Roma no hay ninguna prueba… pero tampoco de que no estuvo (¿flojo argumento o mentira?).

Sabiendo que esta argumentación era un poco peregrina, buscaron una argumentación que no dejase lugar a dudas y se sacan de la manga un documento:

Donación de Constantino: según este documento se reconocía al Papa Silvestre I como soberano, se le donaba la ciudad de Roma, así como las provincias de Italia y todo el resto del Imperio romano de Occidente

En el año 1440 el humanista Lorenzo Valla descubrió que el documento era totalmente falso. Para entonces, el poder del Papa estaba tan asentado que nadie se atrevió a cuestionarlo.