Boudica, también conocida por Boadicea en las fuentes latinas, fue la reina de los icenos, tribu britana que habitaba el actual condado de Nortfolk, al este de Inglaterra. Procedente de la nobleza indígena, su marido fue Prasutagus, rey de los icenos. Tanto Dión Casio como Tácito coinciden en la descripción física y anímica de esta extraordinaria mujer. Según éste último “poseía una inteligencia más grande de la que generalmente tienen las mujeres”. Parece ser que fue una mujer fornida, de estatura muy superior a la media romana, voz dura y mirada enajenada. Vestía con túnicas multicolores ceñidas por un manto y su melena pelirroja le llegaba hasta la cadera. En su cuello resaltaba un grueso torques de oro, símbolo céltico del poder de la oligarquía indígena.

Boudica

Boudica

La tierra de los icenos no había sufrido los horrores de la guerra durante la conquista de Britania en el 43 d.C. Esta tribu fue aliada de los romanos y por ello quedó al margen de las represalias y destrucciones que ocasionó dicha invasión en tiempos del emperador Claudio. Pero la ocupación romana acabó por soliviantar las ínfulas independentistas britanas, bien vistas y alimentadas por la facción más dura de la nobleza icena. Varias tribus díscolas vecinas se sublevaron contra la autoridad romana, que actuó con contundencia. El apoyo velado de los icenos a estas tribus no pasó desapercibido para el gobernador Publio Ostorio Escápula, el cual llegó a amenazarlos con el desarme total.

Prasutagus, el rey iceno, era un buen vasallo de Roma. Su reinado fue largo y tranquilo, aunque un importante detalle condicionaría el futuro de su pueblo: no tuvo hijos, sino hijas. Este espinoso asunto sucesorio no suponía un problema para la sociedad indígena, que lo aceptaría de buen grado, pero si que entraba en conflicto con los pactos de clientela suscritos con Roma. El gran error de Prasutagus fue nombrar coheredero de sus hijas al emperador, práctica habitual en aquellos tiempos. Con ello esperaba mantener en su sucesión el equilibrio de poderes que había conseguido en su territorio. Pero la Lex Romana no lo contemplaba así, la única herencia posible que aceptaba era de padres a hijos varones.

Cuando el rey murió el territorio quedó en manos del gobernador de Britania, el cual hizo caso omiso a los pactos previos y actuó en la zona como había sido habitual en el resto de provincias del Imperio. Como si se tratase de tierra conquistada, muchas tierras fueron expropiadas, muchos bienes confiscados y a la arrogante nobleza icena se la trató como si fuesen bárbaros incivilizados. La situación empeoró cuando Boudica, la viuda del rey, no pudo devolver los préstamos que había adquirido su marido con Roma. Según Dión Casio, los publicanos desencadenaron una salvaje operación de expolio para cobrar la deuda, saqueando aldeas y esclavizando a muchos icenos que no podían hacer frente a los desmedidos impuestos imperiales. Tácito destacó dentro de estos sucesos la pésima conducta del procurador Deciano, al parecer instigador de una cruenta acción recaudatoria que acabó con la propia Boudica azotada y sus dos hijas violadas. La reina jamás perdonó semejante ultraje y comenzó a urdir una revuelta a gran escala contra el poder de Roma.

La oportunidad llegó en el año 61. Era por entonces gobernador de Britania un tal Cayo Suetonio Paulino. Recién llegado de Mauritania, partió hacia la isla de Mona (hoy Anglesey) para erradicar la resistencia del último baluarte druídico. Boudica aprovechó la ausencia del gobernador de suelo britano para conspirar con sus nobles y desatar la rebelión. Pronto la revuelta se extendió a sus vecinos trinovantes (el actual condado de Essex)

El primer objetivo de Boudica fue Camulodunum (hoy Colchester), principal ciudad del territorio trinovante y en aquel momento colonia romana. La guarnición de la ciudad pidió ayuda para contener a la horda rebelde. Pero el procurador Deciano envió una triste fuerza de apoyo de doscientos auxiliares que fue incapaz de frenar a los insurgentes. La ciudad fue destruida e incendiada, incluido el templo al culto imperial en el que se refugiaron sus últimos defensores. Todos ellos sin excepción fueron pasados a cuchillo, hombres mujeres y niños.

El único que intentó socorrer a la guarnición de Camulodunum fue Quinto Petillo Cerial, legado de la Legio IX Hispana y futuro gobernador de Britania. Fue atrapado en una emboscada en un bosque próximo a la ciudad y, tras una lucha encarnizada, hubo de abandonar su propósito perdiendo muchos hombres en el intento. Quien huyó de forma miserable fue el avaro Deciano Cato, el cual viendo el cariz que tomaban los acontecimientos y sabiéndose culpable de aquella revuelta por su inagotable codicia, optó por salir de Britania y ocultarse en la Galia Bélgica.

La toma de Camulodunum y la posterior victoria contra las tropas de Petilio Cerial insuflaron fuerzas a los insurgentes, que prosiguieron su avance arrollador hacia Londinium (Londres). Cayo Suetonio, ya libre de la campaña que había emprendido en Gales, encaminó sus tropas hacia allí en cuanto supo las intenciones de Boudica, pero ante la imposibilidad manifiesta de poder defenderla en condiciones optó por retirarse a un lugar más óptimo para combatir y abandonarla a su suerte. De nuevo, la ciudad fue arrasada y sus habitantes masacrados. Y no fue la última, Verulamium (St. Alban) corrió la misma suerte…

Cayo Suetonio fue quien eligió el lugar en el que se enfrentaría a los insurgentes. Esta decisiva batalla sucedió en un lugar indeterminado entre Londinium y Viroconium (Wroxeter) A priori, las fuerzas romanas tenían todas las de perder. Los insurgentes les superaban en número en 5 a 1, pero Suetonio eligió bien el escenario de la batalla. Era una llanura que se extendía frente a un estrecho desfiladero boscoso que no permitía al enemigo envolver sus líneas. Este condicionante topográfico conjuraba la ventaja numérica indígena. Además, las tropas romanas estaban muy bien entrenadas y equipadas, mientras que la masa indígena, formada por levas de niños, hombres y ancianos, era mucho más difícil de liderar y movilizar.

La mañana del combate Suetonio se levantó al alba, avisado por sus tribunos de que el ejército rebelde había formado frente a ellos. Una línea imprecisa formada en media luna se desplegaba ante él, cerrada por detrás por los propios carros de los britanos que servían de cobijo a mujeres y niños expectantes ante una presunta gran victoria. Suetonio, bien formado en las gestas bélicas de Mario y César, vio en aquello la forma de convertir un festín britano en un auténtico infierno. Formó a sus hombres con la clásica doble línea en forma de dientes de sierra.
Según Tácito, que narró estos hechos cincuenta años después de producirse, Boudica les soltó esta arenga a sus tropas:

Nada está a salvo de la arrogancia y del orgullo romano. Desfigurarán lo sagrado y desflorarán a nuestras vírgenes. Ganar la batalla o perecer, tal es mi decisión de mujer: allá los hombres si quieren vivir y ser esclavos

Suetonio hizo lo propio con las suyas:

Ignorad los clamores de estos salvajes. Hay más mujeres que hombres en sus filas. No son soldados y no están debidamente equipados. Les hemos vencido antes y cuando vean nuestro hierro y sientan nuestro valor, cederán al momento. Aguantad hombro con hombro. Lanzad los venablos, y luego avanzad: derribadlos con vuestros escudos y acabad con ellos con las espadas. Olvidaos del botín. Tan sólo ganad y lo tendréis todo

Así fue como ocurrió. Suetonio formó a las tropas y esperó acontecimientos. Los britanos, impacientes y desconocedores de las tretas romanas, después de horas de observar la perfecta formación inmóvil enemiga cargaron contra la primera línea. El desfiladero fue acortando la magnitud de la ruidosa carga britana, que se estrelló contra una lluvia de venablos de la primera línea romana. Los pila (plural de pilum) eran un arma demoledora. Una vez clavados dejaban los escudos inservibles, o traspasaban como un alfiler la mantequilla los cuerpos sin armadura de los indígenas. Tras la segunda lluvia de venablos un tapiz de cadáveres y moribundos se extendía frente al desfiladero. Fue el momento de avanzar. A paso firme y gladio en mano, las tropas romanas arrollaron a los britanos, acuchillándolos desde su seguro muro de escudos y empujándolos hacia sus carros con cargas de caballería por los flancos. Se supone que más de cuarenta mil britanos murieron pisoteados tras la desbandada del ejército insurgente al ver el avance implacable de las legiones y cerca de ochenta mil al final de aquella sangrienta jornada en la que no se respetó nada. La propia impedimenta britana hizo de dique y congestionó la huída. Las legiones masacraron a la masa indígena, hombres, mujeres y niños, en uno de los episodios más sangrientos de toda la historia de la Britania romana. Puede que fuese propaganda, pero los historiadores clásicos atribuyen sólo cuatrocientas bajas a las tropas romanas frente a los miles de britanos caídos. Es cosa probable conociendo otras batallas parecidas a ésta como fue la de Lúculo frente a Tigranes donde Roma sólo perdió treinta hombres y Armenia veinte mil.

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Según Tácito, Boudica se envenenó antes de caer en manos romanas, aunque según Dión Casio pudo sobrevivir a aquel desastre, aunque enfermó y murió tiempo después. La revuelta de Boudica marca la última gran intentona indígena de liberarse del yugo romano. Salvo dos pequeñas revueltas poco documentadas y alguna algarada picta, la isla se mantendría en paz hasta la llegada de anglos y sajones en el siglo V.

Colaboración de Gabriel Castelló, autor de «Archienemigos de Roma»
Ilustración: Aitor López García