En otros tiempos las guerras eran iniciadas y declaradas por monarcas, adalides, dictadores, emperadores… la responsabilidad recaía en una persona o, como mucho, en un grupo reducido y sus motivos eran el poder, la riqueza, la sumisión y otras razones de este calibre.

En Atenas, donde nació la democracia, la decisión de declarar la guerra estaba entre las funciones de la Asamblea. En ella, a diferencia de nuestro Parlamento, podía participar, para deliberar y votar, cualquier ciudadano ateniense. Entonces, ¿qué motivaciones tenía el pueblo para declarar la guerra?

Eurípides, uno de los tres grandes poetas trágicos griegos de la antigüedad, en la tragedia «Las suplicantes» nos lo explica:

Cuando un pueblo vota la guerra, nadie hace cálculos sobre su propia muerte y suele atribuir a otros esa desgracia. Porque si la muerte estuviera a la vista en el momento de arrojar el voto, Grecia no perecería jamás enloquecida por las armas. Y eso que todos los hombres conocemos entre dos decisiones – una buena y una mala – cuál es la mejor. Sabemos que para los mortales es mucho mejor la paz que la guerra. La primera es muy amada de las Musas y enemiga de las Furias, se complace en tener hijos sanos, goza con la abundancia. Pero somo indignos y, despreciando todos esos dones, empezamos guerras y hacemos a los perdedores esclavos, hombres esclavizando a hombres y ciudades esclavizando a ciudades.

Como decía Plauto «Homo homini lupus» (el hombre es un lobo para el hombre).

Aclaración: Plauto decía: Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit, lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro.

Thomas Hobbes, en el siglo XVII, resumía esto en homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre.