Cuarta entrega de «Archienemigos de Roma«. Colaboración de Gabriel Castelló.

Mitrí­dates VI, en griego Μιθριδάτης, nació en Sinope (Sinop, Turquí­a) el 132 a. C. Fue conocido por sus coetáneos como Eupator Dionysius o, simplemente, como Mitrí­dates el Grande. Ostentó la corona del Reino del Ponto desde el 120 a. C. hasta su muerte en el 63 a. C. Ha pasado a la historia por ser uno de los enemigos más formidables y exitosos de Roma. Su arrogancia y egoí­smo desmedido le llevó a luchar consecutivamente contra tres de los más grandes generales de finales de la República: Sila, Lúculo y Pompeyo.

El nombre Mitrí­dates fue muy popular entre los gobernantes de los reinos helení­sticos; etimológicamente se asocia al dios persa del sol Mitra y la raí­z europea da («otorgar») que podrí­amos traducir por «Otorgado por Mitra»
Nuestro archienemigo de Roma de hoy fue hijo del rey Mitrí­dates V Evergetes. Su reinado comenzó el 112 a.C., cuando aún rozaba la veintena, tras despejarse el camino al asesinar a su madre, la regente durante su minorí­a de edad, y a su hermano. Aconsejado por los mismos asesores de su padre, prosiguió con la polí­tica expansionista de su progenitor. El reino que heredó de su padre estaba ubicado en las costas orientales del Mar Negro de la actual Turquí­a. Mitrí­dates ambicionaba expandirse hacia las vecinas Bitinia y Capadocia. Pero como no querí­a soliviantar a Roma hasta ser lo suficientemente fuerte concentró sus conquistas hacia el noroeste, en las costas de la Cólquida (el legendario reino del Vellocino de Oro, en la actual Georgia) y más al norte, hacia el Quersoneso (Crimea, Ucrania)
Cuando su poder en el Ponto Euxino (El Mar Negro) fue incuestionable prosiguió con su avieso plan de erigirse en un nuevo Alejandro. Desplazó de su trono a su vecino Nicomedes III de Bitinia, protegido de Roma. El senado romano, receloso de la descomedida ambición de Mitrí­dates restituyó al rey bitinio. El joven pero astuto rey del Ponto, conocedor de su inferioridad frente a las legiones, accedió a someterse al designio de Roma, e incluso colaboró enviando auxiliares. Pero el avaricioso gobernador de Así­a, Manio Aquilio, no se conformó con sus buenas intenciones y le exigió una indemnización para el rey Nicomedes, petición a la que Mitrí­dates contestó que él mismo era acreedor de Roma, pues habí­a sobornado a numerosos senadores y no pensaba pagarla. Fue entonces cuando Roma incitó al tal Nicomedes, rey tí­tere de Bitinia, a invadir el Ponto. Mitrí­dates, por su parte, instaló a su hijo Farnaces como rey de Capadocia en 89 a. C. Estos hechos motivaron el inicio de las hostilidades con Roma, conflicto conocido como la Primera Guerra Mitridática.
Manio Aquilio se puso al frente de las legiones de Asia mientras Mitrí­dates formó un ejército en tierra y mar de 300.000 hombres. Dividió el ejército en dos cuerpos: el primero enviado al noroeste contra el tal Aquilio y sus aliados bitinios y el segundo contra las provincias romanas de Asia y Cilicia.
Mitrí­dates respondió al tí­mido ataque de Nicomedes con un potente contraataque. Su comandante, Arquelao, derrotó primero al ejército bitinio en la batalla del rí­o Amnias y después al ejército romano en la batalla del Monte Scorobas. Aquilio fue entregado y ajusticiado por sus abusos en la ciudad de Mitilene, mientras la flota romana del Ponto Euxino simplemente se rindió. El Reino del Ponto pasó a controlar Capadocia, Bitinia y la provincia romana de Asia. La mayorí­a de las ciudades griegas de esta provincia, pertenecientes al antiguo reino heredado por Roma como la propia Pérgamo, éfeso y Mileto, recibieron a Mitrí­dates como un libertador de la terrible explotación romana a la que estaban sometidas.
De todas las regiones y aliados griegos, solamente los rodios mantuvieron su fidelidad a Roma, lo que provocó que los pónticos emprendiesen hostilidades contra ellos, tanto por mar como por tierra, pero sin conseguir doblegar ni romper la voluntad de Rodas. Los piratas cilicios, verdadero azote de la navegación comercial en estos tiempos, entraron al servicio del Ponto en un anticipo de lo que serí­an los corsarios del siglo XVII. En una de estas batallas navales contra los rodios, el propio Mitrí­dates estuvo cerca de ser capturado. Aquel suceso debió de encolerizarlo mucho pues, después de fracasar en sus planes de invadir Rodas, escribió a todas las ciudades griegas de Asia instruyéndolas para que asesinaran a cualquier ciudadano romano que hubiese en su territorio. Según las fuentes históricas, alrededor de 80.000 hombres, mujeres y niños de origen itálico fueron ejecutados en unas sangrientas jornadas conocidas como las «Ví­speras Asiáticas«. Esta masacre indiscriminada de itálicos residentes en Asia le colocó el dudoso galardón de enemigo público número uno de la República.

En el año 88 a. C., tras la rápida y exitosa expansión del Ponto, buena parte de la Grecia continental que estaba igualmente explotada por Roma apoyó a Mitrí­dates. Roma contraatacó enviando a un rival de su talla, el arrogante Lucio Cornelio Sila, el cual logró en un par de golpes de mano recuperar Beocia y cercar El Pireo y Atenas.

Paralelamente, en la ciudad de Roma el partido popular se adueñó del control del Senado tras el retorno de Cayo Mario desde África propiciado por Cinna. Aquel cambio de poderes dejó a Sila en una situación muy precaria al ser éste un claro adversario de los populares. Mario inició entonces la persecución y asesinato sistemático de los seguidores de Sila, ensañándose con sus familiares directos y sus amigos y expropiando sus propiedades. Mientras, en Grecia, Sila tomó Atenas en el 86 a. C. y se enfrentó a las fuerzas pónticas en Queronea y Orcómeno, derrotándolas ambas veces. Ese mismo año, Roma, aún gobernada dictatorialmente por el popular Cinna, envió un ejército a Grecia contra el Ponto y contra Sila. El ejército enviado por el senado estaba al mando del cónsul Lucio Valerio Flaco y del legado Cayo Flavio Fimbria. Valerio fue posteriormente asesinado por dos de sus hombres, por lo que todo el mando recayó en Fimbria. éste cruzó a Bitinia con la ayuda de la ciudad de Bizancio y conquistó algunas ciudades por acuerdo y capturó a otras por la fuerza. Los pónticos se enfrentaron al ejército romano de Fimbria liderados por el prí­ncipe Mitrí­dates, otro hijo de Mitrí­dates VI. Los pónticos sufrieron una derrota aplastante a causa de un ataque nocturno orquestado por Fimbria, logrando escapar a la vecina Pérgamo. Después de esta derrota, gran parte de las ciudades griegas volvieron a alinearse en el bando romano.
Las derrotas pónticas y los cambios polí­ticos habidos en Roma propiciaron una situación desfavorable tanto para Sila como para Mitrí­dates. Esta coincidencia motivó que los dos lí­deres se entrevistasen para firmar el Tratado de Paz de Dárdanos en el 85 a. C. (actual Kosovo), por el cual el Ponto entregó a Roma 70 trirremes, 2.000 talentos y renunció a sus posesiones sobre Capadocia y Bitinia.

Al finalizar la Primera Guerra Mitridática, Sila dejó a Mitrí­dates el control de su reinado pese a haber sido derrotado. Su legado, Murena, se quedó en Asia al mando de dos legiones que durante la guerra habí­an formado parte del contingente dirigido por Cayo Flavio Fimbria. El tal Murena acusó a Mitrí­dates de estar rearmando sus ejércitos e invadió el Ponto. Cuando fue derrotado por Mitrí­dates, Murena decidió que lo más sabio era obedecer las órdenes de Sila y dejar al rey y su reino en paz. Así­ concluyó la Segunda Guerra Mitridática.
El león del Ponto se recuperó de los daños de la guerra apoyándose en su yerno Tigranes, el rey de Armenia. En el año 75 a. C., en plena Guerra Civil en Hispania, murió el rey de Bitinia, Nicomedes, y Roma buscó anexionarse el territorio, declarando ilegí­timo a su heredero. Mitrí­dates, sabiendo por sus espí­as cilicios que todos los recursos militares de la República estaban destinados a combatir a los rebeldes populares en Valentia y Sucrone, reclamó su derecho al trono e invadió Bitinia y Capadocia. Este es el inicio de la Tercera Guerra Mitridática. Se supone que por estas fechas se cerró la alianza con Quinto Sertorio, el legendario general popular que se habí­a sublevado en la Hispania Citerior contra el Senado, enviando una embajada a Dianium (Dí¨nia, Alicante) en la que establecí­a un pacto entre ambos cuando la guerra acabase y derrotasen a su rival común. Inicialmente, en el año 74 a. C., el ejército póntico instruido por uno de los generales de Sertorio, Mario, venció a los romanos con sus propias técnicas, invadiendo casi toda la provincia de Asia, pero dos años después, tras el final de la guerra civil en Hispania, el Senado Romano volvió a dirigir su atención hacia el molesto Reino del Ponto con la intención de vengar las Ví­speras Asiáticas. Entregó el mando de la campaña al vencedor de la revuelta sertoriana, Pompeyo el Grande, quien, partiendo desde Cilicia, se dirigió a través de Capadocia hacia el Alto éufrates. Pompeyo obtuvo una gran victoria entre el éufrates y Nicópolis. Mitrí­dates tuvo que huir al Reino del Bósforo donde reorganizó su ejército y planeó, al igual que Aní­bal, trasladar la lucha contra Roma a Italia. En 63 a. C. su hijo Farnaces se sublevó en Panticapea (Crimea, Ucrania) y Mitrí­dates, arrinconado y traicionado, fue forzado a suicidarse por su propio hijo.
Polí­glota y despótico, este curioso personaje ha pasado a la Historia por sus múltiples extravagancias. Una de ellas fue su obsesión compulsiva a morir envenenado. Todos los dí­as tomaba disuelta en agua pequeñas dosis de «mitridato», una sustancia compuesta de cincuenta y cuatro ingredientes diferentes, pues según el consejo de su médico personal dicho antí­doto le inmunizarí­a contra los efectos del veneno. Podrí­amos decir que fue el precursor de la vacuna. Tres veces intentaron envenenarlo, y sobrevivió a las tres. La última de ellas tuvo que recurrir a la espada para acabar con su vida.

Para disfrutar sobre las andanzas de este tremendo individuo recomiendo la lectura de «El último Rey» de Michael Curtis Ford, una novela apasionante que nos muestra a Mitrí­dates VI y a su hijo Farnaces II en estado puro