Eclipsado por las gestas de su hijo Aní­bal, genio militar sin parangón que tendrá cumplido espacio en esta sección, el fundador de la dinastí­a de los Bárcidas (Barqí¤ significa «el rayo» en cananeo) merece ser tratado con dignidad. Se erigió como un gran rival de la República romana y fue el germen fí­sico e ideológico de la contienda más larga y sanguinaria que padeció Roma durante toda su etapa republicana.

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Amí­lcar Barca nació sobre el 270 a.C. en la ciudad de Cartago. Este aristócrata y general cartaginés ha pasado a la Historia más por ser el padre de Aní­bal, Asdrúbal, Adonibal y Hanón que por sus logros militares, que fueron bastantes y sonados en su patria pero minimizados por los cronistas clásicos grecolatinos. Sus primeras operaciones militares narradas por los historiadores de la Antigüedad tuvieron lugar durante la Primera Guerra Púnica, la primera contienda que enfrentó a las dos repúblicas antagónicas del Mediterráneo Occidental. Amí­lcar luchó con bravura en Sicilia, resultando invicto en los combates que sostuvo en Erice (íˆrici) y Drepana (Trapani) con las legiones romanas. Su táctica de guerra de guerrillas le permitió mantener una fuerte posición en la isla hasta que, tras el desastre naval de las égates, Cartago se vio obligada a firmar un deshonroso tratado de paz con Roma.

Corrí­a el año 241 a.C. Amí­lcar Barca negoció con el cónsul romano Cayo Lutacio Cátulo la salida de las tropas de Cartago de la isla en unas condiciones aceptables. El aún gobernador cartaginés Giscón fue el encargado de organizar la retirada a África de los mercenarios, armados y en pequeños grupos, desde el puerto de Lylibeum (Marsala)

Cartago salió muy mal parada de la Primera Guerra Púnica. Al margen e las enormes pérdidas humanas y materiales (cerca de setecientos barcos y buena parte de sus tripulaciones) el Tratado de Lutacio contemplaba una indemnización a Roma de dos mil doscientos talentos, repartidos en diez años, más mil talentos inmediatos, perder todo derecho sobre Sicilia, sus archipiélagos adyacentes y todas las islas entre Italia y África además del retorno de los prisioneros de guerra sin pago de rescate. Estas humillantes condiciones vaciaron las arcas cartaginesas, ocasionando un mal aún peor que la derrota frente a Roma, la Guerra de los Mercenarios.

Fue en esta revuelta de los mercenarios en donde se distinguió el carisma de Amí­lcar Barca. Cerca de veinte mil hombres (sin botí­n, ni oficio, ni beneficio) se agruparon a las puertas de Cartago exigiéndole al Consejo de los Sufetes el pago de sus soldadas. Hannón ya les habí­a advertido en Sicca (Al-Kaf), el lugar donde acamparon nada más llegar de Sicilia, que los pagos a Roma habí­an vaciado las arcas de la ciudad y debí­an rehusar a parte de sus soldadas. Cartago, temerosa de una sublevación en toda regla que empeorarí­a su ya de por sí­ dramática situación, accedió a pagar y envió a Giscón, bien valorado por los mercenarios, con el tesoro de guerra. Fue demasiado tarde. Matho y Spendio, dos de los cabecillas de los mercenarios, soliviantaron al resto, atraparon al representante púnico y su tesoro y encendieron la chispa de la rebelión general contra Cartago de todas las ciudades dependientes de la vieja colonia tiria.

Ante los fracasos de Hannón para desmantelar la rebelión, el consejo dotó en el 240 a.C. a Amí­lcar Barca con el mando supremo del ejército cartaginés, compuesto por diez mil hombres y setenta elefantes. Su primer logro fue romper el cerco de Cartago y íštica. Poco después tuvo lugar la batalla del Bagradas en donde el astuto cartaginés, conocedor del terreno y el curso del rí­o mejor que sus oponentes, supo sorprender a los mercenarios de Spendio combinando su caballerí­a y sus elefantes en un movimiento envolvente. Les infringió un duro revés: seis mil bajas y dos mil prisioneros.

Tres años más le llevó al Barca acabar con la insurrección de los mercenarios. El prí­ncipe númida Naravas se alió con él. Amí­lcar se comportó magnánimamente con los vencidos, incorporándolos a sus tropas. Pero no todo fue bonito. Cartago perdió durante la guerra Córsica y Sardinia (Córcega y Cerdeña) a favor de Roma a causa de la defección de las tropas que allí­ estaban acantonadas. Este hecho, permitido por el Senado romano, fue determinante en la única alternativa posible que tení­a Cartago para recuperarse de los agravios sin soliviantar a su hostil vecina: Mirar hacia Occidente, a las inmensas tierras que conocí­an en su lengua como Spania.

Fue por entonces, sobre el 236 a.C., justo antes de partir hacia la conquista de nuestra Iberia, cuando su hijo Aní­bal tendrí­a entre ocho y nueve años. El crí­o querí­a viajar junto a su padre y aquel, sobre el fuego sagrado de Baal, le hizo jurar odio eterno a Roma. Amí­lcar no pudo verlo, pero su hijo cumplió con creces el juramento que hizo.

Durante ocho largos años Amí­lcar Barca forjó en Iberia un imperio capaz de abastecer a Cartago de materias primas y nuevas huestes feroces y ávidas de botí­n, los siempre belicosos guerreros í­beros. La muerte le sorprendió en el 228 a.C. sofocando una revuelta. Parece ser que en el lance de una escaramuza en Helike (Elche de la Sierra o Elche, aún por decidir) fue herido y cayó al rí­o (Thader o Alabus respectivamente) con tan mala fortuna que se ahogó. Fue un final trágico y accidental para el hombre que provocó la ira del mayor enemigo de Roma de todos los tiempos…

Segunda entrega de «Archienemigos de Roma«. Colaboración de  Gabriel Castelló