En los años noventa del siglo XX, con motivo de la construcción en Sevilla del aparcamiento subterráneo de Cano y Cueto y de la obra de la Diputación Provincial (antiguo cuartel de Intendencia), salieron a la luz una serie de enterramientos cuya estructura se limitaba simples fosas o bien a tumbas de ladrillo y cubierta en falsa bóveda, en donde la inhumación se practicaba con el difunto en decúbito supino, en ataúd, sin ajuar y con la cara mirando al Este.

Los trabajos de entonces fueron responsabilidad de la arqueóloga Isabel Santana Falcón, que dejó una memoria titulada «De la muerte en Sefarad«, en donde apuntaba que el área de la necrópolis judí­a se definí­a entre las puertas de la Carne y de Carmona, si bien podrí­a haber llegado al actual barrio de San Bernardo. Esta hipótesis ha dejado de serla, ya que en agosto de 2001, en un solar de la calle Campamento en San Bernardo, una excavación de urgencia a cargo del arqueólogo Marcos Hunt, permitió hallar restos de la necrópolis, lo que viene a confirmar la hipótesis de la Sra. Santana al respecto. En esta última excavación, que se cubrió rápidamente de hormigón, se encontraron, excavadas sobre terreno virgen; dos fosas, un osario y tres inhumaciones; a una profundidad de 1,80 m.

No son estas de las dos últimas décadas, las únicas manifestaciones de la necrópolis judí­a, que no ocupaba una extensión uniforme, sino que estaba compuesta por parcelas rodeadas de terrenos inhabitados que hasta el s. XVII no comenzaron a urbanizarse.

En 1580, debido a la hambruna provocada por una gran sequí­a, algunos desgraciados e indigentes profanaron algunas tumbas en los alrededores de la Puerta de la Carne. Destrozaron y abrieron un número indeterminado de ellas, encontrando cuerpos vestidos de ricas prendas, joyas, objetos de oro y plata y cierta cantidad de libros hebreos, algunos de los cuales acabaron en manos de Benito Arias Montano, salvándose así­ de la destrucción y la barbarie.

Así­ mismo, fue descubierta una inscripción mortuoria, grabada en un trozo de columna romana. Este epitafio, que tras mucho deambular por Sevilla, acabó en el Museo Arqueológico, perteneció a un brillante sevillano del s. XIV llamado Rabí­ Salomón, que fue médico, astrónomo y exégeta de gran valí­a que murió en Sevilla en 1345.

La Aljama sevillana se comunicaba con el exterior y con el resto de la ciudad por tres puertas. Una tení­a acceso a la calle Mesón del Moro y era de hierro. Otra, la de San Nicolás, estaba frente a la calle Rodrigo Alfonso. Por último la que estaba fuera de la ciudad, en cuyos alrededores se practicaron los enterramientos, la actual Puerta de la Carne, a la que los árabes llamaban Bib el Chuar o Puerta de las Perlas. Los hebreos la denominaban Mon-hoar o Min-hoar, del nombre de un israelita principal que viví­a cerca de la Puerta. También habí­a una puerta pequeña, la del Atambor, que daba a la calle Rodrigo Caro, llamada así­ porque por la noche se cerraba a golpe del tambor de la guardia de la Plaza.

Cuando en 1843 se fortificó la puerta de la Carne, se descubrieron allí­ muchas sepulturas al excavar el foso que defendí­a el fuerte, algunas de ellas aún contení­an huesos humanos.

Podemos considerar los siglos XIII y XIV como la época dorada de la Aljama hispalense; y dos fechas cruciales jalonan este periodo: La conquista de la ciudad por el rey Fernando el Santo en noviembre de 1248, y la matanza y revuelta contra los judí­os auspiciada por el clérigo Ferran Martí­nez, arcediano de écija.

No habí­a comunidad hebrea en Sevilla al rendirse la ciudad en 1248, pero enseguida vinieron de otras partes, principalmente de Toledo, y algunos de los más principales recibieron casas y propiedades en el Repartimiento de la ciudad comenzado por Fernando III y finalizado por su hijo Alfonso X. Estos dos reyes, sobre todo, protegieron la práctica de su religión, permitiéndoles tener sus propios jueces. Pagaban algunos tributos especiales a la corona, pero estaban francos o exentos de pagar otros.

Colaboración de Fernando Franco.

Foto: religion4s