Determinar si los muertos estaban en realidad muertos era una desconcertante e inexacta ciencia antes del advenimiento de la medicina moderna. Pero el temor no era totalmente irracional. A lo largo de la Historia ha habido numerosos casos de personas enterradas vivas accidentalmente y curiosas leyendas hablaban de ataúdes abiertos donde se encontraba un cadáver con una larga barba, o con las palmas de las manos levantadas hacia arriba, o destrozadas por el esfuerzo de haber intentado escapar…

Enterrados vivos

También la literatura encontró terreno fértil en el miedo a ser enterrado vivo; los relatos de terror de Edgar Allan Poe «El entierro prematuro» (1844), «La caí­da de la Casa de Usher» y «El barril de amontillado» son buenos ejemplos de ello.

Poe

Algunas personas tuvieron tanto miedo a despertar dentro de un ataúd que dejaron instrucciones expresas de que su corazón debí­a ser apuñalado o su garganta cortada antes de ser enterradas.

Así­ las cosas, y fruto de ese miedo, o «taphophobia» (del griego taphos, que significa «tumba» y que se traducirí­a como «miedo a las tumbas»), fueron distintas las técnicas utilizadas para establecer el carácter definitivo de los presuntos finados.

Se dice que Paracelso (1493-1541), alquimista y quizá el médico más grande de su tiempo, consiguió la reanimación de un cadáver mediante fuelles, un truco que probablemente fue recogido de escritos médicos árabes.

Durante los siglos XVII y XVIII se les administraban enemas de humo de tabaco o se les pellizcaban los pezones con alicates.

Otro sistema consistí­a en tirar vigorosamente de la lengua del presunto cadáver, llegando a utilizar para ello una máquina-pinza que, durante al menos tres horas, y de manera continua, la sometí­a a fuertes tirones.

También en el siglo XVIII, el anatomista danés Jacob Winslow (1669-1760) ideó un método basado en hacer cosquillas en la nariz con una pluma, azotar la piel con ortigas o clavar agujas bajo las uñas de los pies. Todo valí­a para garantizar el no ser enterrado vivo.

Aunque, supuestamente, algunas ví­ctimas fueron devueltas a la vida durante estas torturas, la comunidad cientí­fica consideró que la única verdadera señal de la muerte era la putrefacción.

Así­, se aconsejaba que toda persona que se presumiera muerta debí­a ser colocada en un lugar cálido en busca de signos de descomposición antes de su entierro. Fueron las llamadas «morgues de espera«.

Ataud2

En el siglo XIX, el desarrollo tecnológico en esta búsqueda para evitar un entierro prematuro se concretó en el «ataúd de seguridad», una invención que permitirí­a a los erróneamente enterrados comunicarse con el mundo por encima de ellos. La mayorí­a de los modelos incluí­an un tubo de aire y un dispositivo que permití­a avisar a la superficie de la vuelta a la vida del enterrado, soplando un cuerno, o izando una bandera. Existí­a un modelo que incluí­a un martillo mecánico de latón para golpear la tapa de ataúd.

Bandera

Otros diseños incluí­an escaleras, escotillas de escape e incluso tubos para el trasvase de alimentos. Otro permitirí­a que el individuo enterrado prematuramente lanzara un petardo por el tubo de aire del ataúd. Algunos incluso también llegaron a estar equipados con una pala.

Una leyenda urbana dice que el refrán «Salvados por la campana» se deriva del hecho de que en alguno de estos «ataúdes de seguridad» se poní­a una cadena que estaba atada a una campana en el exterior, que alertarí­a que la persona recientemente enterrada aún no habrí­a fallecido.

Campana

Guille