Aunque hoy parezca mentira, hubo un dí­a en que españoles y portugueses nos repartimos el mundo, al menos sobre el papel. Como buenos hermanos, la mitad para cada uno. Fue en Tordesillas, hace más de quinientos años. El estupor que semejante acuerdo provocó en Europa fue sonado. En Parí­s, el rey Carlos VIII exclamó, indignado: «Antes de aceptar el reparto, quiero que me muestren en qué cláusula del testamento de Adán se estipula que el mundo pertenezca a los españoles y a los portugueses». No existí­a esa cláusula, claro, pero sí­ un puñado de capitanes valientes que, al frente de sus carabelas, habí­an llegado donde nadie lo habí­a hecho antes y, lo más importante, habí­an regresado para contarlo. Esto, a nuestros entrañables vecinos del norte, aún les escuece. España y Portugal o, mejor dicho, Castilla y Portugal no se llevaban bien. Compartí­an una larga y permeable frontera, hablaban casi el mismo idioma y a los dos se les habí­a acabado el poderoso estí­mulo de la Reconquista. Los portugueses terminaron antes. Al llegar a las playas del Algarve se encontraron frente a un inmenso océano que, a diferencia del Mediterráneo, estaba sin explorar. El Atlántico era un misterio: peligrosas criaturas lo poblaban y los naví­os que se aventuraban en sus aguas no volví­an jamás a puerto. Como los lusos son gente perseverante y vení­an muy motivados después de guerrear cinco siglos contra los moros, se pusieron manos a la obra. Dieron el salto a África y comenzaron a bajar lentamente por sus costas, sin alejarse demasiado de ellas, que luego no sabí­an como volver. Para ponerle remedio, sus marinos descubrieron cómo funcionan los vientos, trazaron los primeros mapas de navegación oceánica, cartografiaron la costa africana y fundaron factorí­as comerciales, de las que traí­an oro, marfil y esclavos. Durante el siglo XV, Lisboa fue la Florencia del mar. El pastel era demasiado apetitoso como para dejar que sólo lo degustasen los portugueses. Castellanos, catalanes, mallorquines e italianos, que siempre están en todos los guisos, se aprestaron a hacerse con su porción. El problema es que, a excepción de Castilla, el resto se encontraba demasiado lejos del Atlántico. Los reyes, además, desconfiaban de aventuras mercantiles de incierto desenlace, y más teniendo a mano un Mediterráneo cruzado por mil rutas comerciales, por mucho que los piratas berberiscos las esquilmasen. Ya se sabe: más vale malo conocido que bueno por conocer. Castilla se incorporó tarde y sin demasiado entusiasmo a la carrera atlántica, pero se llevó la parte del león: las Canarias, el único archipiélago poblado y de cierto fuste de cuantos se hallaban a una distancia prudencial del continente. Y aquí­ surgió el conflicto. A los portugueses no les sentaba nada bien que, después de un siglo jugándose el pellejo, llegasen los de al lado y se quedasen con lo mejor. Las cosas de casa, es decir, las dinásticas, se complicaron y Castilla, partida en dos, llegó a las manos con Portugal. Al final, el rey Alfonso V por un lado y los Reyes Católicos por otro alcanzaron un acuerdo entre caballeros, el de Alcaí§ovas, firmado en 1479. Alcaí§ovas dividí­a el Atlántico en dos. Al norte de las Canarias los castellanos podí­an seguir buscando tesoros, si es que quedaba alguno, porque Madeira y las Azores se las reservaba el astuto Alfonso. Al sur, todo para Portugal, hasta donde fuesen capaces de llegar sus intrépidos marinheiros. No estaba mal del todo. Los portugueses se quitaban a un incómodo competidor en su camino a la India, y los castellanos podrí­an finalizar la conquista de las Canarias sin más contratiempos que los que los aguerridos guanches pusiesen a sus soldados. Entonces sucedió lo que nadie esperaba. Colón volvió del Caribe asegurando que habí­a llegado a la India o, al menos, a sus inmediaciones. Esto echaba por tierra el arreglo de Alcaí§ovas. Por si colaba, Lisboa reclamó para sí­ los territorios descubiertos por Colón, esgrimiendo el tratado de 1479. No coló, naturalmente. Para no volver a armarla recurrieron al Papa, que era, en última instancia, el dueño del mundo en su calidad de vicario de Cristo. Y es aquí­ donde Fernando el Católico estaba esperando al portugués con la daga detrás de la espalda; la jugada tení­a truco. En 1492 ascendió al solio pontificio Alejandro VI, un valenciano de armas tomar cuyo nombre de civil era Rodrigo de Borja; o sea, un Borgia. No es necesaria mucha más presentación. Sin dudarlo un instante, se apresuró a satisfacer a su antiguo señor, el rey de Aragón. En la primavera de 1493, con Colón deshaciendo el equipaje, extendió una bula, la Inter Caetera, en virtud de la cual todo lo que habí­a descubierto el genovés pertenecí­a a los reyes de Castilla y Aragón. El único requisito para formalizar la donación era que los monarcas se comprometiesen a evangelizar a las gentes que se encontrasen en aquellas tierras, para que «la fe católica y la religión cristiana sean exaltadas, y que se amplí­en y dilaten por todas partes, y que se procure la salvación de las almas, y que las naciones bárbaras sean abatidas y reducidas a dicha fe». Casi nada. Juan II de Portugal, viendo que el combate estaba amañado, protestó enérgicamente ante la curia, que no le hizo ni caso. Meses más tarde Alejandro VI dio un nuevo apretón de tuercas a Lisboa. En otra bula delimitó las áreas de influencia de España y Portugal, o, acercándonos al alambicado lenguaje vaticano, fijó qué tierras habrí­an de evangelizar los españoles y a cuáles llevarí­an la buena nueva los capellanes de las carabelas portuguesas. Porque, claro, el Papa no sabí­a de imperios, y mucho menos del oro y las especias que los pizpiretos marinos ibéricos andaban buscando como locos. El problema es que ni el Santo Padre, por muy vicario de Cristo que fuese, ni nadie sabí­an a ciencia cierta qué era lo qué habí­a más allá del océano, por lo que el Pontí­fice, hombre práctico por encima de todo, trazó una lí­nea imaginaria de polo a polo que quedaba a unas cien leguas de las Azores y Cabo Verde. A la izquierda de la raya los españoles podrí­an navegar, colonizar y, sobre todo, bautizar a los infieles, que, a juicio de Alejandro VI, «parecen suficientemente aptos para abrazar la fe católica y para ser imbuidos en las buenas costumbres». Si lo sabrí­a él. A la derecha los portugueses tení­an franquicia para hacer lo propio. El caso es que en el lado español no se sabí­a lo que habí­a, pero en el portugués sí­: agua salada y tempestades. Esto colmó la paciencia de Juan II, y le puso de uñas contra sus tramposos e intrigantes vizinhos. La disyuntiva era o callar y tragarse lo que habí­a dicho el Papa «“un Papa, dicho sea de paso, muy casero»“ o liarse la manta a la cabeza y declarar la guerra a Fernando, que era quien andaba detrás de todo el enredo. Si lo primero era malo, lo segundo era aún peor. A esas alturas los portugueses no podí­an ya ni soñar con medir sus armas con las de castellanos y aragoneses. A Fernando tampoco le vení­a bien una guerra con Portugal. Estaba ocupado en echar de Nápoles a los franceses y no querí­a verse envuelto en una reyerta peninsular. Portugal ya caerí­a por su propio peso, o por algún matrimonio afortunado, que de esto los Reyes Católicos sabí­an un rato. La única solución factible para remendar el entuerto era sentarse a negociar y pactar una nueva lí­nea de demarcación. Una vez conseguido el acuerdo, se lo presentarí­an al Papa y asunto zanjado: cada uno en su casa y Dios en la de todos. Las dos delegaciones decidieron reunirse en Tordesillas, una próspera ciudad a orillas del Duero, no muy lejos de Valladolid. El documento de partida fue la bula papal que establecí­a la lí­nea en mitad del Atlántico, o lo que hoy sabemos es la mitad del Atlántico, porque en 1494 sólo se conocí­a de América las cuatro islas en que habí­a recalado la expedición colombina. La primera idea de los portugueses era volver al orden de Alcaí§ovas, definiendo un paralelo y no un meridiano, como habí­a hecho el Papa, y que Portugal se quedase con toda la parte austral y España con la boreal. Parecí­a atractiva la propuesta, pero a los castellanos no les convenció. Para llegar a América habí­a que tomar los alisios del nordeste, que soplan hacia el sur, y regresar a Europa con los vientos que impulsan la corriente del Golfo de México. Esa fue la derrota de todas las travesí­as atlánticas hasta la irrupción de la navegación a vapor, en el siglo XIX. Esto obligaba a Fernando a entregar el Caribe a Portugal, y hurtaba a los navegantes españoles la posibilidad de explorar el sur, que era lo más interesante, condenándoles a internarse en las traicioneras aguas del norte. Rechazada de plano la opción del paralelo, los delegados portugueses se concentraron en mover el meridiano papal hacia el oeste. Era su obsesión, y durante toda la negociación no cejaron en su empeño. Los castellanos, representados por el mayordomo real Enrí­quez de Guzmán, accedieron a ampliarla 150 leguas, luego 250, pero no era suficiente para el delegado de Juan II, Ruy de Sousa: la raya tení­a que ir más allá, siempre un poco más allá. Semejante testarudez en trasladar una simple lí­nea unas cuantas leguas a poniente en medio de lo que, supuestamente, no era más que una enorme masa de agua da que pensar. ¿Acaso para entonces Juan II ya sabí­a, gracias a un viaje secreto, que Brasil está donde está? Oficialmente, Brasil se descubrió seis años más tarde, en 1500, en el viaje de Pedro Alvares Cabral, que tomó posesión de aquella tierra por encontrarse, precisamente y por muy poco, en el lado portugués de la lí­nea de demarcación pactada en Tordesillas. No se sabe ni se sabrá nunca; el hecho es que, gracias a la terquedad de Sousa, el plenipotenciario castellano consintió mover la dichosa lí­nea 270 leguas desde el punto fijado en las bulas alejandrinas, ni un palmo más. Entonces los portugueses esbozaron una lusitana sonrisa y aceptaron. El tratado se firmó el 7 de junio de 1494, y se enviaron sendas copias a los reyes de España y Portugal. Los primeros lo ratificaron en Arévalo un mes más tarde. El segundo puso su real sello en Setúbal a finales del verano. El mundo quedaba, por vez primera en la historia, dividido en dos. Buena parte de la Creación tení­a, por fin, dueño y señor. La lí­nea de Tordesillas sirvió para que, sin pelearse, los marinos ibéricos largasen velas a placer durante dos generaciones. Sirvió también para delimitar las áreas de conquista y colonización. Treinta años más tarde hubo que revisarlo, porque tanto habí­an progresado que unos y otros se encontraron de nuevo cara a cara en los antí­podas. El contrameridiano del Pací­fico se fijó en Zaragoza, en 1529. Para entonces América ya era América, y la India se habí­a convertido en un emporio portugués. Los efectos del tratado de Tordesillas se dejaron sentir durante siglos, y aún hoy marcan las fronteras entre la Hispanidad y la Lusofoní­a, entre el castellano y el portugués, dos lenguas hermanas que, con 600 millones de hablantes en cuatro continentes, conforman la primera comunidad lingüí­stica de ámbito global. Pocos acuerdos han logrado tanto con tan poco. (Fernando Dí­az Villanueva)